Clinton no ha querido sacrificar la cumbre del G-8 en Japón
La cumbre de Camp David podría haberse prolongado varios días más si la Casa Blanca no se hubiera obstinado en mantener la agenda de Bill Clinton en Japón. Su presencia en la cumbre del G-8 (los siete países más industrializados del mundo más Rusia) es más protocolaria que política: el vicepresidente, Al Gore, podía haber salvado dignamente la representación de EE UU, como en otras ocasiones comprometidas. El precedente más cercano ocurrió en 1998, cuando Clinton decidió no atender sus compromisos internacionales para quedarse en EE UU durante la crisis de los inspectores de armas en Irak. Además, sus colaboradores han reconocido que Clinton ni siquiera ha tenido tiempo de preparar ni sus intervenciones ni sus contactos para los días que estará en Japón.
No había mejor excusa para anular ese viaje que la evidente: la presencia de Clinton en Camp David podía aumentar -por poco que fuera- las posibilidades de diálogo. Pero en la decisión de marcharse a Japón se mezclan dos factores: la certeza de que las negociaciones de Camp David no va a pasar a la historia y, en segundo plano, la propia personalidad de Clinton, que no le permite renunciar a su última oportunidad de pasearse entre los líderes de los países más ricos como el artífice de la economía más envidiada del planeta.
En realidad, Bill Clinton empieza a despedirse de su cargo en la reunión de Okinawa. En su primera cumbre de países ricos, también en Japón en 1993, Clinton era el recién llegado, el gobernador de Arkansas que trataba de acostumbrarse a su nueva condición de presidente; ahora es el único líder de aquella cumbre que todavía mantiene su cargo.
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