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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Mi abuelo Aramon ANTONI PUIGVERD

Aramon fue una de tantas víctimas de la guerra. En 1934, era una consistente promesa de la filología románica europea. Sus estudios en Barcelona (con Jordi Rubió), Madrid (con Menéndez Pidal), y Alemania, así como su colaboración con Pompeu Fabra, le auguraban un brillante futuro universitario. Después de la guerra, tuvo que escoger: o el exilio en una universidad extranjera, o el humillante anonimato y la áspera resistencia interior. Se quedó en Barcelona y en 1942 refundó clandestinamente, en un piso particular, el Institut d'Estudis Catalans (IEC), institución que presidió, terca e infatigablemente, durante todas las etapas, duras o blandas, del franquismo. Los miembros de la generación cultural de Aramon lo tuvieron todo y todo lo perdieron. Por primera vez en la historia moderna de Cataluña, disponían de los instrumentos culturales básicos: una universidad nueva (la primera Autónoma de Barcelona, 1933-1939); una academia en plena forma (fundado en 1907, el IEC había publicado ya gramática y diccionario) y algunas sólidas editoriales y fundaciones (Proa, Bernat Metge) que permitían leer en catalán a los clásicos universales antiguos y modernos. El sueño de Aramon (como el de Riba, Sagarra, Foix o Pla, un poquito más veteranos; y como el de los más jóvenes Rodoreda o Espriu) era un sueño posible: la lengua catalana conseguía situarse, después de unos lastimosos tumbos seculares, junto a la flor y nata de la cultura occidental, en una digna posición: secundaria pero brillante. Lo peor de los bellos sueños es que, al desvanecerse, arrastran una amargura incurable. Un agrio resentimiento o un luto muy negro y persistente se instaló entre los que resistían. En 1959 murió Carles Riba, que había escrito una luminosa reflexión moral sobre la debacle: Les elegies de Bierville. Le relevó Espriu, que recomendaba, agarrándose al generoso mito de Antígona, una "caridad mutua de perdón y tolerancia". En aquellos años, Aramon se encastilló en el IEC, abandonó su carrera personal y se entregó a la causa. Como le sucedió a Josep Tarradellas, presidente en el exilio, en Aramon se fusionaban la persona y el simbólico cargo que representaba: para lo bueno y para lo malo. Salvó al Institut en los tiempos más difíciles, pero también lo lastró. Las nuevas generaciones universitarias no pudieron implicarse en la gestión o en la dirección filológica del Institut (tampoco personalidades del rango de Joan Corominas). El tiempo pasaba e iban cambiando las circunstancias, pero la manera de trabajar y las teorías lingüísticas de Aramon permanecían ancladas. La institución se ancló con él hasta parecer un viejo barco abandonado. Cuando un hombre muere, merece elogios. No quisiera escatimarlos. Fue un héroe en una generación de heroicidad obligatoria. Pero su ensimismamiento forma parte, también simbólica, de la penosa evolución de la cultura catalana: prisionera de un sueño y con los ojos vendados a la cambiante realidad. Resistir no siempre es sobrevivir.Le conocí a principios de los setenta, en el entonces desconchado palacio Dalmases de la calle de Montcada. Allí le cobijó Òmnium Cultural. Yo tenía 17 años. Junto a mi amigo Albert Rossich (ahora catedrático y máximo experto en barroco) me inscribí en un curso nocturno sobre Ausiàs March. No pasamos del poema XIII. Al senyor Aramon el análisis de un solo provenzalismo podía durarle días. Con cierto aire nostálgico, su calva antigua y un cigarro perpetuamente entre los dedos, dirigía sus comentarios a tres jóvenes estudiosos extranjeros que culminaban sus estudios de romanística. Con el tiempo, se han convertido en filólogos muy importantes: Robert Archer, Max Weelher, Maria Grossmann. No éramos muchos más, entre aquellas altas paredes grises. La luz era triste, los muebles pobres, había libros y folletos en todas partes. Ahí estaba yo, recién salido de COU, sin rascar bola, delectándome, completamente ausente, en la contemplación de Anna Maria Saludes, una filóloga de bandera que expresaba opiniones científicas con un susurro embriagador. No aprendí nada del senyor Aramon. Yo era demasiado tonto y joven; y él, demasiado sabio. En aquel palacio desvencijado, percibí, sin embargo, el perfume de una derrota histórica, el olor de una irreversible melancolía. Los filólogos extranjeros platicaban con Aramon sin abandonar nunca una pulcra y sonriente distancia. Para mí, en cambio, Aramon era un abuelo. Terco y ensimismado como todos los abuelos. En aquellas clases tuve por primera vez una epifanía que ya nunca me ha abandonado. El senyor Aramon y yo, su nieto tonto y díscolo, no éramos más, no somos más, que una curiosa especie en extinción.

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