Inmigrante
De adolescente, nunca imaginó que llegaría a ser inmigrante emérito. Para conseguirlo, aprendió supervivencia, defensa personal, camuflaje y fuguismo. Pero las calificaciones más sustanciosas se otorgaban en las prácticas. A los 19 años, ya tenía dos créditos de balsero; tres de espalda mojada; y cinco de flete de patera; además, había cruzado a nado, con un elegante estilo mariposa, el canal de la Mancha; y hasta llegó a escalar las cumbres de los Alpes y los Pirineos. Conocía los métodos policiales y los calabozos de los países más civilizados; el mordisco del Rottweiler; y el golpe del bate o de las cadenas. Tanta zozobra, le impidió ejercer su profesión de arquitecto y disfrutar de la música barroca de Purcell y Corelli. Pero, por fin, legalizó su situación bajo bandera europea. Un noble terrateniente le dio empleo en su finca: tenía que atender al ganado, sembrar las tierras, cosechar los frutos y cuidar los jardines.Un día, el noble terrateniente lo invitó a visitar su mansión. Muy campechano, le mostró la biblioteca, el oratorio, los pergaminos pontificios y reales de su linaje, los salones, con artesonados de teca. Allí había plata del cerro de Potosí; una ebanistería suntuosa de caoba; joyeros con perlas de Joló, esmeraldas de Muzo y diamantes de Namibia. Y, mientras, el señor no cesaba de enaltecer a sus ilustres antepasados, conquistadores y aventureros, que habían desvalijado el planeta. Fue entonces, cuando se le reveló su condición de mercancía. Antes, la voracidad y el envilecimiento se consumaban en el origen mismo de la riqueza: saqueaban las minas, talaban los bosques, encadenaban las tribus hasta las subastas de esclavos. Y ahora se disponían a rematar los restos de tanta infamia, con papel timbrado: lo solicitaban, vacunado, catalogado y sometido al imperio de una ley hostil: aún era útil para darle la comida en la boca a aquel anciano arrogante y podrido. Sabía que estaba destinado a ser el enterrador de sus despojos. Pero eso no consolaba a su gente de los siglos de miseria y contagios que sobrevinieron al sistemático y cruel pillaje.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.