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El discreto encanto del KGB

El título hay que agradecérselo a Adam Michnik, uno de los seres vivos más despiertos del cosmos y, desde luego, nada fácil cliente para demagogos, irredentistas, racistas o variaciones imaginativas del pinochetismo. Michnik conoce Rusia y sus palpitares mejor que los kremlinólogos que aún viven, desde las mentiras de John Reed, de servir secretos no digeridos y confidencias imaginadas. Por eso, este magnífico periodista y mejor persona, luchador por las libertades y derechos humanos ejemplar se ríe por no llorar ante el papelón que está jugando Occidente en sus relaciones con Rusia. Los años de cárcel y resistencia y su posterior éxito profesional han hecho de Michnik un hombre tranquilo. Aunque siempre parezca ir con prisa. Eso no evita que esté tan alarmado por la evolución política rusa y las timoratas reacciones occidentales como los demás participantes en el seminario sobre Europa Central que, organizado por la Asociación de Periodistas Europeos, se clausura hoy en la Universidad del País Vasco en San Sebastián.Hagamos memoria. Vladímir Putin ha ganado una guerra movilizando los peores instintos racistas de la población rusa y matando a miles de civiles en una supuesta represalia por unos atentados cuya autoría, es también un suponer, recaería sobre ciertos fundamentalistas de aquella desgraciada región. Ha ensangrentado irremisiblemente la transición rusa. Ha liquidado la descentralización de Rusia para impedir que le contradigan los virreyes que allí medraban, tan corruptos en su mayoría, por cierto, como los que lo alzaron a él al poder. Después ha lanzado a la fiscalía, dicen que independiente, contra los magnates desobedientes y los medios de comunicación díscolos. No es que gentes como Grusinski sean inocentes. Quien ha medrado en aquella jungla no puede serlo. Pero ni más ni menos que los aliados de nuestro delicioso hombre del KGB. Y, sin embargo, Putin tomó el té con la reina de Inglaterra, fue recibido con cálida delicadeza por el jefe del Gobierno español, José María Aznar, y se besó con el ya cansino Bill Clinton, que fue a una cumbre a Moscú para nada.

Responsables políticos en Europa Central y Oriental están aterrados ante esta cándida emoción occidental con Putin. Tienen experiencia con gentes como él. Cuando se tiene de vecinos a lo que un polaco llamaba "las tres P" (portugueses, Pirineos y peces), es fácil coquetear con Putin. En Centroeuropa no tienen ese privilegio. Cuando el ex ministro de Defensa checo, Lubos Dubrovsky o el general y secretario de Estado de Defensa eslovaco Jan Pivarci se declaran "atemorizados" por la evolución rusa, y el principal artífice de la caída del muro, el ex primer ministro húngaro Gyula Horn asiente, cuando todos se declaran alarmados ante las cada vez menos veladas presiones de Rusia sobre sus vecinos del Cáucaso y del Báltico, es porque todos consideran plausible que los próximos volverán a ser ellos.

En el fondo, la preocupación está en dos hechos cada vez más claros. Occidente se ha resignado a que Rusia no sea un Estado de derecho en lo que nos queda de vida a los hoy vivos. Quieren un interlocutor, no necesariamente demócrata. Pinochet en el Kremlin poniendo orden. Se suma la sangrante hipocresía sobre la supuesta voluntad de ampliación de la Unión Europea. Quienes están jugando con la estabilidad política en Centroeuropa pueden llevarse una sorpresa. No quieren compartir fondos estructurales y quizá antes de que sus hijos tengan edad militar tengan que decidirse a enviar fuerzas de pacificación a regiones que tan poco les interesan hoy. Se acordarán entonces del discreto encanto del señor Putin. Y de las oportunidades que en este viejo continente no suelen surgir varias veces.

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