Al acecho en cada curva
La famosa pájara (o hipoglucemia, para los más puristas) es tan antigua como el ciclismo. En la primera edición del Tour de Francia (allá por 1903), los primeros valientes que se atrevieron con esta prueba paraban en bares o en casas (donde buenamente podían) a avituallarse (sopa, pan, el menú del día, o lo que fuese) ya que el Tour no les facilitaba el avituallamiento (y eso que las etapas eran bastante más largas que las de ahora). Aun así, ellos ya sabían que había que comer durante las etapas (hidratos de carbono, sobre todo) para no sufrir la temida pájara.
Afortunadamente, mucho han cambiado las cosas desde entonces. En todas las etapas los ciclistas suelen recibir dos avituallamientos (una bolsa con comida en la salida, y otra a mitad de carrera, o incluso dos en las etapas más largas y duras). Son alimentos ricos en hidratos de carbono: desde las clásicas piezas de frutas, pastelillos de arroz, o dulces caseros, hasta las maltodextrinas, o las sofisticadas barritas y bebidas energéticas. Sí, mucho han cambiado las cosas en el ciclismo desde principios de siglo, menos la pájara (o el hombre del mazo, como dicen algunos), que sigue acechando a los ciclistas detrás de cualquier curva. Hoy en el Ventoux más de uno sufrirá sus efectos.
¿Qué es la pájara? "La pájara es el sentimiento de impotencia en grado máximo. Si avanzas es por inercia... Uno se siente morir... Los reflejos no son los mismos". Así de claro la definía el añorado José Manuel Fuente, hace casi 30 años. Y así lo seguiría definiendo cualquiera actualmente: síntomas típicos de alteración del sistema nervioso central (falta de coordinación, malestar general, pérdida de fuerzas y concentración, e incluso diplopia o visión doble) derivados todos ellos de un insuficiente aporte al cerebro de su combustible más preciado: la glucosa. En efecto, durante el ejercicio, el músculo esquelético es el principal destino de la glucosa que circula por la sangre, proveniente del hígado. Pero el cerebro también necesita glucosa (y además de un modo constante). Por así decirlo, el cerebro y los músculos compiten por la glucosa, de tal manera que tras dos o tres horas de etapa, al hígado ya no le queda glucosa que enviar a la sangre (sus 100 gramos de reservas de glucógeno, que es una larga cadena de moléculas de glucosa, se han agotado). Y entonces poco importa que todavía no se hayan agotado las reservas de glucosa (unos 500 gramos de glucógeno intramuscular) de que dispone el músculo: éste sólo sabe funcionar (contraerse) a las órdenes del sistema nervioso, que ahora está mermado por la hipoglucemia. Por tanto, la única solución para prevenir la pájara es ahorrarle trabajo al hígado, para que no vacíe sus depósitos antes de tiempo. Es decir: enviar glucosa nueva a la sangre (proveniente de los avituallamientos) de un modo constante. ¿Y si la pájara ya ha llegado? Entonces la única solución es comer hidratos de carbono, cuantos más mejor. El cerebro lo nota enseguida, y las fuerzas también.
Desde que un equipo de científicos de Harvard mostrara, allá por los años 30, que el consumo de hidratos de carbono durante el ejercicio evitaba la aparición de hipoglucemia y mejoraba el rendimiento en dos perros callejeros (¡que fueron capaces de recorrer 150 kilómetros sobre un tapiz rodante!), mucho se ha publicado sobre hidratos de carbono y rendimiento. Así, se sabe que los ciclistas deberían consumir, como muy poco, 20 gramos de hidratos de carbono. Y en las etapas duras (las de montaña, sobre todo), mucho más (unos 50 gramos de hidratos de carbono). No obstante, no es fácil trasladar los conocimientos del laboratorio a la carretera: a veces es difícil comer sobre la bicicleta. O porque a los ciclistas no les apetece (consumen unos 800 gramos al día de hidratos de carbono, con lo que llegan a aborrecer tanta barrita energética). O porque a veces no es posible. Como en las bajadas de algunos puertos, donde se juegan literalmente la vida, o cuando suben el Galibier con el corazón latiendo a más de 170 latidos por minuto y el músculo diafragma imprimiendo una incómoda presión sobre las vísceras abdominales. Por ello, la pájara siempre seguirá existiendo..
Alejandro Lucía es fisiólogo de la UEM
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