La avanzadilla valenciana
El otro día, en una de esas entrevistas televisivas que el asombroso Juan Cruz hace para Canal Estilo, el cineasta Manuel Gutiérrez Aragón mencionaba de pasada una ética de la neutralidad que habría echado de menos en su época de estudiante universitario. Se refería por vía de ejemplo a Martín Villa, que ahora es un demócrata de postín y que en sus tiempos de estudiante parece que no vacilaba en dar aviso a la autoridad gubernativa en cuanto se olfateaba en el aire alguna algarabía estudiantil más o menos izquierdosa. El educado director de cine manifestaba de pasada su asombro ante el hecho de que una tan rica evolución interior hacia el liberalismo hubiese tenido la cautela de no expresarse de manera pública hasta la muerte entubada del anciano dictador, a la vez que sugería que lo menos que se podía esperar de los trepas con futuro electrizante era una cierta neutralidad ética ante el oprobio sin nombre que todos sufrimos cuando entonces, con escasos Schnidler homologados que llevarnos a la boca.Neutralidad ética, vaya. Algo, y aún algos, sabían de ese fascinante asunto Joaquín Maldonado, Muñoz Peirats o el primer Broseta, además de una legión de personas anónimas para los enterados (contaba Manuel Sacristán que en una ocasión llegaba tarde a una reunión del sindicato de estudiantes, a la que debía asistir cargado de varios paquetes de octavillas, y que tomó un taxi cuyo conductor le vio venir desde lejos, de modo que al llegar a destino se negó a cobrarle la carrera, no sin aventurar su compasiva opinión de que lo que estaban haciendo no valía para nada), pero sería exagerado atribuir una pasada pasión de semejante clase a esas tres rubensianas desgracias provinciales que forman Fernando Giner, Carlos Fabra y Julio de España, un trío en ejercicio sin parangón posible en el Estado de las autonomías de Mayor Oreja. Es posible que ni siquiera Eduardo Zaplana, codiscípulo de Carmen Alborch en la gran época de la facultad de Derecho, podría demostrar si fuera el caso que ya entonces andaba más preocupado por las urgencias liberales que por la premura en concluir sus brillantes estudios. En eso se parece a José María Aznar, articulista de fino olfato en la transición, que ahora recomienda a los millones de universitarios chinos que se dejen de política y se centren en sus estudios, un tanto a la manera de los crispados ministros de Educación de la última etapa franquista. A este paso, el marido de Ana Botella terminará -como el más duradero, y duro, de sus antecesores- aconsejando a sus ministros que sigan su ejemplo y no se metan en política. De momento, parece que tanto Piqué como Birulés ya han optado por meterse en otras cosas.
Viene todo esto a cuento, o lo mismo resulta que nada tiene que ver, según como vaya lo que queda de la tarde, con la creencia más que hipótesis de que lo que le molesta a Aznar de Zaplana, dejando ahora al margen su vestimenta de seductor latino a lo Porfirio Rubirosa colonizado por la variedad Fahrenheit de Christian Dior, no son sus desaforadas mayorías sino el atrevimiento de haberse anticipado al rosario de grandes decisiones de estadista que Josemari de Botella tenía previstas en alcanzando la licencia absoluta y a fin de que se viera lo que se tenía que ver. Veamos. ¿La trifulca nacionalista, tanto en sus versiones radicales, moderadas o sencillamente regionalistas? Pero, bueno, pollos, ¿para qué creen ustedes que Rafa Blasco contrató los servicios institucionales de Eduardo Zaplana? El bonito, bueno y barato modelo de financiación autonómica, tan prescindible como su propia formulación anuncia, es cosa de poca monta al lado del recurso al silenciador, auténtico dardo africano de efectos retardados, que el alcireño aplica como tratamiento de choque a fin de que el nacionalismo por agregación de tendencia descendente siga dando la tabarra, pero así como en sórdida sordina, mecido por las olas ansiolíticas de un bienestar social que terminará por contentar a los colectivos o personas indivisas que acrediten haberlo merecido. También ahí, preciso es reconocerlo, nos cabe la gloria de los precursores. El discurso de afirmación nacional del nacionalismo hispánico -al que Jon Juaristi, ahora director de la Biblioteca Nacional, es tan ajeno por lo menos como Ortega y Gasset- campa por unos respetos en los que también nuestra comunidad blasquista, diga lo que diga Tarancón, fue pionera en la estrategia de sus artimañas. Así las cosas, el reconocimiento a tanta voluntad vertebradora bien podría dar con los huesos de nuestro querido Rafi en la Moncloa. Al fin vislumbra la posibilidad de conocer la China de siempre en una misión oficial. Y eso sin contar lo estupenda que quedaría Cursos Consuelo de Cultura Ciscar por Correspondencia -siempre un educado piececito delante del otro- como segunda dama, inmortalizada en sus desplazamientos por la corte de artistas valencianos. Para un padre y una madre no hay alegría mayor que ver tomar a su hija la primera comunión. Ya me dirán para un marido.
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