Las pelotas botan
Uno no sigue muy de cerca los avatares del mundo del tenis, pero ni siquiera ignorándolo casi todo sobre esta disciplina, ha escapado a los cantos de sirena que surgen de las pistas: sí, el que escribe reconoce avergonzado que también se ha fijado en Ana KournikovaLa chica en cuestión es tenista, pero hay en ella algo aún más contundente, de lo que no logra escapar: está estupenda. Esta condición, tan políticamente incorrecta a efectos informativos, le ha reportado grandes réditos. La Kournikova ha hecho ya de modelo, ha actuado en algunas películas. Por una calderilla de 800 millones de pesetas ha protagonizado la campaña publicitaria de unos sujetadores deportivos bajo el eslogan "Sólo las bolas deben botar". La Kournikova, hay que rendirse a la evidencia, recaba el clandestino interés de fotógrafos, realizadores y masculina afición en general. Encandila a los varones cuando evoluciona sobre la pista. Llevando el sainete hasta el final, habría que mencionar a ese caballero que hace unos días saltó a la pista donde jugaba la diosa rusa y la persiguió, completamente desnudo, certificando con acierto que, realmente, "sólo las bolas deben botar".
La primera vez que vi a la Kournikova en la caja tonta consiguió atontarme su figura. A partir de aquel momento, no se me escapa ninguna información tenística. Busco, melancólico, su nombre y sé que soy víctima de los medios: el móvil es extradeportivo. Ahora aseguran que en las pistas los jueces de silla se distraen al contemplarla, que se ha pensado en contratar recogepelotas femeninas para sus partidos. En fin, que con ella los varones pierden el seso y se olvidan incluso de la pelota en singular.
Lo curioso es que la Kournikova no ha ganado uno solo de los 75 torneos en que ha participado. Y es que hace tiempo que el único atributo decisivo, en cualquier profesión (y en cualquier profesional) es la fama, el renombre, y no tanto los medios por los que se hayan conseguido. Por encima de la fama ya no existe nada, ni conductas morales, ni meritorias obras literarias, ni sesudas investigaciones, ni largas, consecuentes y abnegadas biografías. Ni siquiera trofeos de tenis. Ahora hay niñatos que graban discos y no cantan una higa, bustos televisivos que de pronto se revelan escritores y consiguen con su primera novelita cierto premio millonario. Las pasarelas, las reuniones de sociedad (pero también los consejos de administración, los escaños, las salas de exposiciones) están llenos de ineptos que han medrado gracias a encantos ajenos a su oficio: la escogida calidad de sus contactos, el color de sus ojos, el brillo de sus labios, la pasta, el modo de dar la mano o, en fin, el influyente apellido de su padre o de su cónyuge.
Era inevitable que esta preeminencia de la fama sobre cualquier virtud llegara incluso al deporte. El deporte, hasta ahora, parecía a salvo de estos perversos condicionantes. Los tanteadores, los cronómetros, eran el único campo en que la valía personal se sobreponía a las influencias, la belleza, los contactos o el dinero. Pues no: preservar el juego limpio, en un mundo donde nadie juega limpiamente, resulta al final una quimera. Circunspectas, afeadas tenistas ganarán un torneo tras otro, sacrificarán su vida en interminables entrenamientos, recogerán más y más medallas, ensaladeras de plata y trofeos. Todo será inútil. El nombre de la bella Kournikova, sin un solo torneo ganado a sus espaldas, se alzará sobre sus competidoras, consagrada por los medios. Se la disputarán las televisiones, las revistas y la prensa. Obtendrá contratos de publicidad mucho más ventajosos que sus compañeras. El sudor de la Sánchez Vicario, su monacal y apasionada entrega, su furia, su esfuerzo, en fin, sus piernas, nada podrán hacer ante los encantos de la eslava.
La culpa de esto, sin duda, la tenemos nosotros, incluso los veleidosos columnistas que se fijan en el fenómeno mediático de la Kournikova antes que en la plana, aburrida competencia de sus compañeras, esas que ganan (¿qué más da? siempre es lo mismo) trofeos y trofeos y trofeos. En efecto, el mundo del tenis (del deporte) lleva camino de convertirse en una auténtica injusticia. Es decir, el mundo del deporte será a partir de ahora tan injusto como cualquier otro de los mundos que habitamos.
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