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Tribuna:LA CASA POR LA VENTANA
Tribuna
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El prestigio del perdedor

Deambulan sin un propósito claro y podría decirse que sin compasión alguna por las páginas de las novelas de género o por los planos de películas de producción más bien europea y a veces también por algunos teatros de periferia, y si no pueblan en la misma proporción las creaciones plásticas es porque los pintores suelen hablar poco y mal y entre ellos abundan los que carecen del talento de un Francis Bacon para recoger en su trabajo la irreversible derrota humana en toda la crispación de su aparente naturalidad. Esa turbamulta de perdedores de ficción es dibujada a menudo con los tintes más sombríos y a favor de una no siempre nominada ética de la renuncia obediente a las más firmes convicciones personales, lo que no impide que detrás de cada figura retórica del perdedor de ficción -que por lo común pasa de mano en mano sin que nadie consiga alzarse con la exclusiva- haya un despabilado seguro de ser un artista de la pluma o del pincel o de la pantalla o del escenario y que obtiene estipendios nada desdeñables a cambio de glorificar una figura de la mítica doméstica dotada del prestigio suficiente como para que sus confortables frecuentadores artísticos hagan cuanto está en su mano para evitar convertirse en uno de ellos. La primera constatación es que el estomagante recurso al prestigio del perdedor en la narrativa o en el cine parece servir de coartada para el creador que sólo de boquilla admirará a la figura que dice venerar. Hay en el perdedor una inquietante y un punto infantil capacidad autodestructiva que su glorificador artístico no está dispuesto a imitar, por si acaso incurre en la profecía que se cumple a sí misma.El perdedor auténtico no sólo aparece desprovisto de esos cálculos mezquinos acerca del beneficio o la deriva que habrá de reportarle su actividad, sino que adquirirá la condición de tal después de salir escaldado de una apuesta de órdago, y a partir de ahí lo perderá todo, a menudo incluso la propia vida. Pero todo indica que para hacer pasar a alguien por un perdedor de alcurnia no basta con que su mejor amigo le birle la novia en el primer curso de universidad o con inventarse un detective privado al que con deliberación y alevosía se mostrará enfangado en una modesta investigación cuyas implicaciones está lejos de controlar. El perdedor de postín lo será en relación con la magnitud de la empresa que se propone. Un perdedor inaugural es Edipo, sin duda, que cree encaminar el remedio para los males de la ciudad iniciando una indagación que terminará designando a su persona como el culpable de tanto desastre, de manera que se arrancará los ojos por -al decir de Freud- no mutilar otra parte más íntima de su anatomía. Perdedor con clase es un personaje como Macbeth, en manos de un joven e impulsivo Shakespeare antes de conocer al profesor Conejero, que rompe la cadena de la legitimidad asesinando a su Rey para usurpar el Trono y que a partir de entonces cumplirá el auténtico calvario de la culpa hasta recibir con placer su propia muerte. Perdedor también el Lord Jim de Joseph Conrad, quien dedicará media vida en un entorno exótico y atroz a rectificar una renuncia vital que atormentaba su joven existencia o, por resumir, el coronel Aureliano Buendía, fundador de ciudades perdidas en la selva y víctima de un destino de desafueros.

El prestigio del perdedor con clase proviene de un enfrentamiento con el destino que al secularizarlo se trivializa sin remedio. Ningún lector exigente puede tomar a Carvalho, el protagonista de las narraciones excesivas de Vázquez Montalbán, como un perdedor a la altura de sus predecesores, cualquiera que sea la fascinación global del autor por unas pérdidas que ha tenido la habilidad de evitarse en su madurez, de la misma manera que los perdedores de pacotilla y por decreto que pueblan las novelas de tantos otros escritores contrastan fuertemente con el notable desparpajo de que alardean sus autores, a menudo auténticos pillastres de la ideología, y además no resultan verosímiles (el pase televisivo hace unos días de Un negre amb un saxo muestra los límites como director de Francesc Bellmunt, pero también la enorme impostura argumental de la novela que la sustenta). Ni siquiera el famoso y ya algo engorroso Rick/Bogart de Casablanca resulta un perdedor de confianza, si uno se atiene al hecho de que sus desenvueltas maneras de empresario de hostelería periférica tienen mayor enjundia y mejor provecho que su mítico desengaño amoroso. Así las cosas, se admitirá la sugerencia de que ni siquiera es seguro que el pobre Serafín Castellano se convierta en un perdedor solvente cuando sea -si es que su jefe cree que le toca- defenestrado a cuenta de unos cuantos embustes sin importancia sobre cuestiones insignificantes de su departamento. Sin ninguna duda de género, aquí los perdedores son los pacientes que esperan su remedio en una lista de espera en la que muchas veces es que incluso se les niega su función como figurantes. Hasta ese doméstico paroxismo alcanza su calculada exclusión de auténticos perdedores en la incierta vida real de cada día.

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