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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Medias medidas

El debate parlamentario sobre las medidas de liberalización del Gobierno no ha conseguido despejar las dudas sobre su eficacia para dotar de más competencia y transparencia a los mercados españoles de bienes y servicios estratégicos. Ni Rato, ni Montoro ni Álvarez Cascos, que se repartieron la defensa de las medidas en las áreas energética, fiscal y de vivienda-transporte, consiguieron transmitir la idea de que son las reformas estructurales que la economía española necesita para mejorar sus mercados y evitar el desbordamiento de la inflación. Por el contrario, se refuerza la impresión de que el equipo económico está apostando por una política de intervención discrecional en las empresas privadas sin que a cambio se impongan reformas profundas que beneficien a los ciudadanos.El anuncio del PSOE de que recurrirá ante el Tribunal Constitucional el Decreto de Medidas Fiscales -uno de los cinco de que consta el abigarrado plan liberalizador del Gobierno-, puesto bajo la sospecha de favorecer desproporcionadamente a las rentas del capital frente a las del trabajo, apunta a otro de los grandes desequilibrios de la política económica de los Gobiernos de Aznar: el sesgo persistente de sus medidas fiscales a favor de las rentas más elevadas.

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Frente a la insistencia genérica del Gobierno en que su plan liberalizador bajará los precios -aunque a medio plazo-, "reforzará la estabilidad económica" y corregirá "las rigideces del mercado provocadas por el aumento de la demanda", las críticas de la oposición, aunque escasamente precisas, parecen más certeras.

Es muy difícil confiar en que las limitaciones a las grandes operadoras petroleras para que adquieran o construyan nuevas estaciones de servicio en los próximos años modificarán sustancialmente la red de distribución, sobre todo si se tiene en cuenta que tanto Repsol como Cepsa ya habían moderado significativamente su ritmo de apertura de gasolineras; tampoco es muy creíble que la limitación de la potencia instalada en el próximo quinquenio a las grandes compañías eléctricas reduzca su poder en el mercado, porque los grupos eléctricos invertirán ahora en renovar sus plantas obsoletas de carbón, incluso con financiación pública; las vagas medidas encaminadas a reducir el precio del suelo carecen de músculo para bajar, siquiera a medio plazo, el coste de la vivienda, claramente disparado; los adelantos en la liberalización del bucle telefónico local son muy tímidos, y el amplio rechazo de los pequeños comerciantes a la libertad de horarios comerciales, así como el conflicto de los libros de texto, hace pensar que el Gobierno ha sido incapaz de negociar adecuadamente con sus representantes.

Se observa, además, una clara tentación intervencionista en algunas de las medidas. La rebaja de tarifas eléctricas, por ejemplo, planteada como si fuera un máximo del 9% en tres años, implica en realidad la garantía política y legal a las empresas de que el recibo de la luz bajará menos de esa cantidad, y los organismos independientes de regulación, como el Tribunal de Defensa de la Competencia, no han recibido ni más medios económicos ni más atribuciones legales para luchar contra la concentración de los mercados. Por el contrario, el Gobierno mantiene su política de incapacitar de hecho a los organismos independientes de regulación del mercado y sigue autoatribuyéndose las facultades discrecionales de control sobre precios y tamaño del mercado.

El ejemplo más notable de este intervencionismo rancio, que tendrá gravísimas consecuencias para la evolución del mercado de valores, es la decisión del Gobierno de que las OPA (ofertas públicas de adquisición de acciones) sean comunicadas previamente al Ejecutivo y su aplicación quede en suspenso mientras no se pronuncie la autoridad política. Con el pretexto de limitar las concentraciones, el Gobierno establece una especie de censura previa a decisiones empresariales que no le competen. Si finalmente se aplica ese mecanismo de visto bueno político previo, significará la eliminación del mercado de compraventa de empresas en España. Primero, porque acabará con el factor sorpresa, que es un elemento decisivo en la estrategia de fusiones y adquisiciones; después, porque abrirá la puerta a amplias posibilidades de filtraciones y de uso de información privilegiada, y, por último, porque solamente incentivará el diseño de operaciones manifiestamente bien recibidas por el Gobierno. Esta insólita recuperación de la censura previa define perfectamente la profunda contradicción política de un Gobierno que pretende liberalizar mercados en los que sobreviven poderosos oligolopios a través de medidas de un talante profundamente intervencionista.

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