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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Barcelona, 'locus' de la ópera AGUSTÍ FANCELLI

España es un lugar dramático. Así lo han entendido los libretistas de ópera de todos los tiempos, los cuales se han cebado impunemente en nuestras desgracias históricas. Estas aves de rapiña han sentido una atracción muy especial por Sevilla, caso único de ciudad lírica peninsular sólo comparable a Nápoles. Dos sevillanos echaos p'alante son en buena medida los responsables del fenómeno: Don Juan y Fígaro, ambos protagonistas de óperas inmortales de Paisiello, Mozart y Rossini. Pero, puestos a mirar, hay más culpables: Beethoven, por ejemplo, que tuvo la ocurrencia de ambientar su única ópera, Fidelio, a orillas del Guadalquivir; o Verdi, que desató junto al mismo río su Fuerza del destino. Por no hablar de Bizet, que hizo de Carmen -y sí la de Merimée- otra vecina ilustre de la villa. Menos fogosas que la cigarrera, y acaso por ello no tan notorias, pero sevillanas en cuerpo y alma, son también la Conchita, de Riccardo Zandonai, o La dueña, de Robert Gerhard.No hay, pues, quien tosa a Sevilla como locus operístico. Madrid aún podría reivindicar para El Escorial un puesto honroso en el escalafón, aunque decididamente inferior. En cuanto a Barcelona, más vale que se mantenga a prudente distancia de la competición, no fuera a perder alguna otra pluma cultural de las pocas que le van quedando, al decir de los que entienden, lo cual no es óbice para que la capital catalana también tenga su lugarcete al sol en materia de libretos de ópera.

Hay uno de estos libretos de cuya existencia tenía noticia desde hace tiempo: Don Taddeo in Barcellona. Así se llamaba una sección que el colega de La Vanguardia Roger Alier escribía años ha en la revista Ritmo. La verdad es que nunca había leído ese texto, pero crónica obliga, de modo que me fui a buscarlo a casa de Alier, siempre dispuesto a compartir con los demás las rarezas operísticas que atesora. Se trata de una comedia en un acto, estrenada en el Teatro Nuevo de Nápoles en la primavera de 1774, escrita en dialecto -culto- por Giambattista Lorenzi (Nápoles, 1721-1807). Cuidado: aunque no sea muy conocido, no se trata de un cualquiera. Textos suyos fueron orquestados por Paisiello, Piccini, Cimarosa y el propio Haydn. Es autor asimismo de una versión de Tra i due litiganti il terzo gode, de Goldoni, que puesta en música por Giuseppe Sarti mereció honores de cita en la Tafelmusik de la cena del don Juan mozartiano. Pero lo cierto es que la Barcelona que aparece en Don Taddeo bien podría ser Sevilla o Nápoles. A excepción de una indicación genérica de que la acción se sitúa en un "delizioso giardino" de la ciudad y de unos cuantos giros españolizantes en el lenguaje, nada sorprendentes si se tiene en cuenta la presencia borbónica en la capital partenopea, el enredo burgués podría ocurrir en cualquier otro lado. En cuanto al compositor, Antonio Pio (Rávena, 1753-1795), sólo sé que estudió en el conservatorio de Nápoles y que hacia el final de su vida viajó a San Petersburgo para estrenar algunas de sus obras, siguiendo la senda abierta por Paisiello y Sarti.

Esta crónica se acabaría aquí de no haberme tropezado el otro día con una referencia de Four saints in three acts, una ópera de Virgil Thomson (Kansas City, 1896-Nueva York, 1989) cuyo segundo acto, al parecer, también transcurría en Barcelona. Y de nuevo el libretista no era un cualquiera: nada menos que la escritora Gertrude Stein (Allegheny, 1874-París, 1946). Inducida por su buen amigo Picasso, Stein, según dejó constancia en Autobiografía de Alice B. Toklas, fue una apasionada de España y en diversas ocasiones visitó Barcelona, que retrató como una urbe cubista y con la Rambla llena de hombres paseando (extremo que le sorprendió mucho, pues en otros lugares de Europa no veía más que soldados: estamos en 1915). Yo conocía las memorias de Stein y su relación con Thomson, el cual fue a estudiar a París con Nadia Boulanger en 1921 y muy pronto entró a formar parte de la corte de artistas de la Rue de Fleurus, donde conoció a Erik Satie, del que fue devoto seguidor. Sabía también que Four saints quedó lista en 1928, pero no se estrenó hasta 1934, en Hartford, Connecticut, gracias a los buenos oficios de una divertida sociedad llamada The Friends and Ennemies of Modern Music.

Mucha documentación, ya ven, pero en qué acababa todo eso, cómo sonaba la obra, nada de nada. Hasta que Amazon.com, por unos pocos dólares, vino en mi ayuda. Se trata de una música amable, perfectamente tonal, muy irónica, a medio camino entre el musical norteamericano y el coral anglosajón. Por el cubista libreto de Stein desfilan no ya cuatro, sino una docena de hilarantes santos, algunos reales -como los protagonistas, santa Teresa de Ávila y san Ignacio de Loyola- y los más inventados. ¿Y Barcelona? Aparece citada en tres únicos versos: "Barcelona in the distance", "Might it be mountains if it were not Barcelona" y "There is a difference between Barcelona and Avila". Conclusión: a la ciudad le ocurre con los libretos de ópera lo que a ciertos escritores con las literaturas del no (véase Bartleby y compañía, de Enrique Vila-Matas). Como locus operístico nos conviene, pues, la modestia. Aunque, bien mirado, quien no se conforma es porque no quiere.

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