Euskadi, sin liderazgo
La historia de Euskadi de los últimos veinte años o, mejor, la del nacionalismo democrático se asemeja a una Penélope que aguardará el retorno de un Ulises redentor tejiendo y destejiendo alternativamente la madeja de la ilusión colectiva de los ciudadanos vascos. De este modo se han ido generando y frustrando expectativas en el camino hacia la resolución del problema de la violencia en Euskadi cerrando en falso una serie de ciclos que irrumpen de modo recurrente para apuntalar un desasosiego que amenaza con el encallecimiento.Desde el rigor, un vistazo a la realidad nos muestra una sociedad crispada que adolece de falta de liderazgo y cuyos representantes más cualificados se baten en un marasmo que sólo conduce a la frustración. Las enormes contradicciones en que se halla sumido el nacionalismo, que no encuentra una síntesis entre sus postulados ideológicos y la propia praxis política, siguen hipotecando la resolución de los conflictos que trasladan una enorme zozobra a la sociedad.
El lehendakari Ibarretxe acostumbra a asomarse a la realidad desde el balcón del palacete de Ajuria Enea y nos traslada un indisimulado síndrome de altura al analizar las coordenadas sociales desde el inevitable aislamiento a que conduce tan dilatado encastillamiento en la sede de la lehendakaritza.
Tal parece como si las verjas de los palacios presidenciales sirvieran, a la par que para evitar la entrada de inoportunos visitantes, para hacer perder la perspectiva de aquello que ocurre en las calles y plazas que se extienden a lo lejos, tras las garitas de vigilancia. Solamente esa suerte de vértigo que provoca el hecho de observar la realidad no tanto de modo directo como a través de sesudos informes o estadísticas puede explicar que desde Ajuria Enea no se comprenda lo que, hoy como ayer, exige la mayoría democrática de la sociedad vasca.
La política es el arte -si puede considerarse tal- de analizar la realidad, interpretarla y dinamizar los instrumentos necesarios para cambiarla en una determinada dirección de acuerdo a unos postulados definidos por cada una de las opciones políticas que concurren en un ámbito concreto. Y no deja de llamar la atención el hecho de que ante una única y tozuda realidad se realicen tan divergentes y variopintas interpretaciones.
Al lehendakari, como presidente de todos los vascos, se le exige, más que nunca, que es necesario trazar mensajes claros y sin doblez a una sociedad que se encuentra huérfana de liderazgo. Porque no es éste un momento para la ambigüedad ni para los mensajes florentinos, sino para asumir decisiones clarificadoras que marquen pautas claras. Cuando el terrorismo campa a sus anchas, cuando se apedrea y se violenta a los ciudadanos que se manifiestan pacíficamente, se produce una quiebra del Estado de derecho que es preciso atajar. Trazar, por tanto, la línea que separa el derecho de la sinrazón es responsabilidad de todos, pero, en primer término, de quienes ostentan el más alto nivel de responsabilidad política en nuestra comunidad. Todo ello, por el contrario, contribuye a convertir en matices lo que constituye el fundamento de un Estado de derecho que no hace sino dar alas a aquéllos que sólo aspiran a socavar la unidad de quienes, lisa y llanamente, deseamos una sociedad en paz.
Por eso, la justicia en España, y en Euskadi en particular, ha de asumir su responsabilidad, porque no puede quedar en evidencia cada vez que un ciudadano comprometido con los valores de la paz y de la tolerancia llega a sentirse en la más completa indefensión observando que quienes practican la violencia terrorista en Euskadi no sólo pueden ocupar cargos públicos y apalear concejales, sino que se permiten mofarse del propio sistema estando de parte de los violentos, compartiendo la miseria de la violencia. Esto solamente puede producir perplejidad e indignación en una sociedad que presume de democrática.
Este cúmulo de situaciones nos lleva a echar en falta el liderazgo de quien tiene la más alta responsabilidad política de la comunidad. Los ciudadanos eligen a sus representantes y sitúan a sus líderes para que definan puntos claros de referencia. Y, cuando escuchamos al lehendakari, no acabamos de saber si precisamos un diccionario para no iniciados o si en realidad no hay nada que leer entre líneas o simplemente es rehén de su propia ideología. Este ensimismamiento, que no es sino política de avestruz, revela una tremenda falta de ideas, de valentía, de liderazgo y de coraje político para definir los mimbres necesarios para tejer un cesto que hace agua desaforadamente.
Es preciso aportar soluciones urgentes. Y no cabe ninguna duda de que Euskadi se está convirtiendo en el país de los discursos por antonomasia. La imaginería y el eslogan han sustituido a los principios y a la creatividad. El sometimiento a que los violentos tratan de conducir a la sociedad civil está llevando al desasosiego más generalizado. Por ello, el Gobierno vasco ha de asumir toda su responsabilidad para liderar con firmeza una sociedad que hoy se encuentra al pairo de las coyunturas. No se puede trasladar la carga de la defensa de los valores democráticos, por dejación, a los colectivos sociales, practicando un autismo político que no deja de producir sonrojo y también vergüenza.
Definamos los instrumentos, tracemos el camino y asumamos todos nuestra cuota de responsabilidad. Pero no persistamos en esta ironía que relega a los ciudadanos a la más absoluta orfandad de liderazgo y de esperanza. Quizás sea éste un mensaje pesimista pero real; no es éste el momento para la música celestial, pese a que muchos de los más cualificados dirigentes políticos nacionalistas no hayan reparado en ello. Hoy se hace urgente el cambio político en Euskadi, no podemos resignarnos ante tanto despropósito. El nacionalismo ha tenido más de veinte años, tiempo suficiente para dar solución a los problemas, y ha fracasado.
Puede que el hecho de otear Euskadi desde una atalaya como hace el nacionalismo pueda proporcionar una visión global del país. Pero no estaría de más que el lehendakari huyera de pontificar con elementos de juicio más propios de cenáculos de batzoki que del hecho de pulsar la realidad social de Euskadi y de sus gentes un poquito más a pie de obra. Tal vez de este modo obtendría nuevos datos. No tan patrióticos quizás, pero con seguridad más sustanciales.
Javier Rojo es vicepresidente segundo del Senado y senador del PSE por Álava.
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