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El hombre que sabía demasiado

Andrés Ortega

Pocos diplomáticos habrán marcado tanto la política europea española como Javier Elorza, que deja su puesto de representante permanente de España ante la UE, para ir a París, tras seis años al frente de ese miniministerio (200 personas), pero con más poder de decisión y negociación que muchos grandes departamentos. Elorza ha estado presente en el barullo comunitario directamente desde 1985 e indirectamente incluso antes. Patriota donde los haya, leal a cualquier Gobierno, este funcionario de 54 años ha defendido siempre con ahínco los intereses españoles. En toda negociación salía como un toro a por el 100% o más; nunca dispuesto a aceptar menos. Su voz, físico y gestos imponen; y su dedicación, día y noche, es absoluta. Aficionado a los cuadros hiperrealistas de motos y al art nouveau, su pasión es Europa, o, mejor dicho, España en Europa. Posiblemente sea la persona que más sabe de este enorme tema en la Administración española. Desde hace muchos años era él quien producía el primer papel -siempre interesante, siempre completo, siempre descarnado- sobre las cuestiones de importancia que iban surgiendo en los horizontes comunitarios. Y así, adelantándose y de forma omnicomprensiva, marcaba la pauta. Su salida de Bruselas cierra toda una época y un estilo, que también ha marcado al Comité de Representantes Permanentes -el famoso Coreper-, al que Elorza siempre ha metido marcha.

Nos conocemos desde hace 15 años, coincidiendo a veces del mismo, otras de diferente lado de la barrera. Es un hombre a escuchar. Nuestras coincidencias han sido amplias; nuestros desacuerdos, pocos, aunque importantes -hoy siguen-, en materia de construcción de una Europa flexible, con vanguardias, geometrías variables, cooperaciones reforzadas o integraciones diferenciadas. Algunos empezamos a proponerlo ya en 1991, cuando se negociaba Maastricht, y de nuevo cuando se preparaba el Tratado de Amsterdam, en 1995, en un informe de esos que, como me indicó en su tono jocosamente crítico, "se pueden arrancar página a página: ¡esto no vale! ¡Esto tampoco!". Pero hoy, una vez más, es un tema que reaparece en el centro del debate europeo.

Ahora, el Gobierno de Aznar ha aceptado entrar a discutir la ampliación de las cooperaciones reforzadas, por las que unos países, por mayoría, podrían integrarse más que otros que no lo deseen, sin que éstos retengan una capacidad de impedirlo, como es el caso en la actualidad. Es de esperar que, si se impone la idea, sea como método para avanzar en la integración, y no como manera de hacer avanzar intereses particulares, como lo sería, por ejemplo, una eventual política específica de cohesión diferenciada de los nórdicos hacia los bálticos. La flexibilidad requiere preservar la confianza mutua, el mercado único como parte de un tronco común fuerte, un marco institucional único y una ayuda a los rezagados.

A cualquier ministro, a cualquier presidente del Gobierno, un Elorza le resulta de suma utilidad. El estilo Elorza era perfecto cuando tenía superiores políticos que defendían una política de mayor integración y sabían vestir los intereses nacionales con tonos más suaves y europeístas. Con Felipe González en La Moncloa, Francisco Fernández Ordóñez, Javier Solana o Carlos Westendorp en Exteriores, el elorzismo se veía arropado. Elorza quedaba más difuminado, pero no por ello menos eficaz. A partir de 1996, con el Gobierno de Aznar, sin embargo, este esquema se quebró. Entre Elorza y La Moncloa ha habido un vacío político que nadie llenó, salvo Elorza, convertido en cuasi ministro. Y con una actitud menos integracionista, y de cruda defensa de intereses nacionales de Aznar, la política europea española se volvió abiertamente elorziana en la forma y menos integracionista en el contenido. Sea como sea, España le debe bastante a Javier Elorza. Tras él no llegará el diluvio; sí otra época.

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