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Cultura y ecología

PEDRO UGARTE

A la ciudadanía de los países desarrollados nos satisface comprobar cómo crece la conciencia ecológica, como se va extendiendo el respeto a la naturaleza. Se acepta una cara y laboriosa circunvalación en la autopista para salvar un viejo robledal. La obra pública no da un solo paso sin antes requerir toda clase de informes sobre el impacto que generará cualquier actuación en el entorno.

Las dos razones fundamentales que apoyan esa conciencia son, en el fondo, profundamente humanas. Por un lado, que de la conservación de un mundo relativamente limpio depende nuestra propia supervivencia como especie. Por otro, que el planeta y todo su contenido es también un patrimonio, un patrimonio que los seres humanos de este tiempo debemos transmitir a las próximas generaciones llevados del mismo imperativo moral que nos impone transmitir el arte, la literatura o la ciencia. Ambas son, en el fondo, razones egoístas. Nada que objetar a ese carácter si resultan verdaderamente eficaces. Nada que objetar salvo una cosa: que esa nueva conciencia está dando lugar a una vertiente más, entre tantas otras que ofrece nuestro tiempo, de pensamiento débil y simplista.

Lo contradictorio de la mentalidad "políticamente correcta" que nos hemos autoimpuesto con relación a la naturaleza proviene, como siempre, del contraste con la estricta realidad. Para nosotros, los seres humanos, la naturaleza ya no existe ni queremos vivir con ella. Una urbanización de adosados, un parque público, un jardín, un pinar habilitado como merendero no son hechos "ecológicos". La armonía natural que imaginamos en esos lugares es ficticia. Se trata de elaboraciones culturales, de meras obras de ingeniería.

Hoy parece una idea antipática considerarse al margen de la naturaleza, y quizás lo sea por una sola razón: porque delata nuestro exilio en un mundo puramente humano. Nos gusta la naturaleza, pero vivimos muy confortablemente al margen de ella o tolerando un devaluado pastiche de la misma. Hemos hecho de la naturaleza una realidad controlada, un entorno acartonado del que se ha excluido todo lo agresivo, incómodo y azaroso que representaba para el ser humano la vida salvaje.

Quizás el adjetivo que mejor se adecue a la naturaleza y que hoy en día, sospechosamente, se ha apartado del discurso, es el de "salvaje". La naturaleza era salvaje como salvaje era el ser humano cuando se veía obligado a vivir en ella. El código de ese salvajismo incluía la regulación biológica en virtud de leyes sencillas e implacables: la preeminencia del fuerte sobre el débil, la ausencia de criterios morales (generosidad, misericordia), la agotadora lucha por sobrevivir.

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La ecología es, sobre todo, el mantenimiento de un equilibrio en función de criterios de fuerza, competencia y adaptación al medio (¿No podría interpretarse el fascismo como la aplicación a la sociedad humana de criterios ecológicos?). La actual devoción por la naturaleza tiene valor precisamente porque podemos contemplarla como un hecho cultural. Los ímprobos esfuerzos por salvar una especie animal de la extinción son sin duda muy loables, pero lo son desde una categoría humana: la conciencia de la riqueza del planeta, la seguridad de que se trata de un patrimonio que no nos pertenece y que debemos entregar a nuestros hijos. En el mundo animal ningún depredador se conmovería lo más mínimo ni tendría tiempo para detenerse ante semejantes dilemas.

Conservar la naturaleza en su estado salvaje va a ser, si no lo es ya, un pequeño milagro acordonado, un experimento circunscrito a zonas del planeta reservadas, y siempre bajo la cuidadosa observación de especialistas. Pero hablar de naturaleza para referirnos a esos fragmentos de campiña que nos hemos preparado a voluntad, donde nunca hay depredadores, ni sangre, ni carroña (desde un jardín hasta un camping para excursionistas, pero también un monte de explotación maderera o una vasta paramera cereal) es pervertir la esencia de las palabras.

En efecto, ahora podemos mentirnos a nosotros mismos y añorar la naturaleza. Nuestros antepasados bastante tenían con debatirse diariamente dentro de ella.

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