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Del malestar de la cultura JOSEP RAMONEDA

Josep Ramoneda

La cultura catalana está en decadencia, o por lo menos éste es el diagnóstico políticamente correcto que estos días circula por la prensa. ¿En decadencia respecto a qué y respecto a cuándo? Las tendencias ciclotímicas del mundo de la cultura tienden a menudo a mitificar pasados cuyos méritos principales son que no los vivimos o que éramos mucho más jóvenes que ahora. Con decadencia o sin decadencia -igual el problema es que estas arcadias culturales no existieron y que nunca se ha afrontado esta realidad-, cualquier esfuerzo para convencer a los poderes públicos de que la cultura es un bien de primera necesidad es positivo, aunque de momento parezca un empeño sísifico. La única forma de conseguirlo es engañarles magnificando la presión de la demanda hasta el punto de que puedan llegar a sospechar que la cultura tiene réditos electorales.De momento, el debate que ha seguido a la publicación de un manifiesto firmado por diversas entidades ha permitido visualizar una cesura generacional en el mundo de la cultura catalana. Mientras la generación de los abajo firmantes sigue pensando en cambiar el mundo a golpe de manifiesto, algunas voces de generaciones posteriores parecen apuntarse al principio de la acción. Primero hacer y después pedir.

Sin embargo, hay razones profundas para el malestar de la cultura. Una constatación de partida es que la demanda es débil y que la oferta se ocupa mucho más de la distribución que de la creación, lo cual es un síntoma inequívoco de debilidad y dependencia cultural. Capacidad creativa y fuerza de la demanda en cultura acostumbran a ir bastante juntas porque son la expresión de un medio cultural vivo, alimentado por un elevado grado de curiosidad que ha sido siempre el motor del conocimiento y de la creación.

Naturalmente, esto nos lleva enseguida al punto nodal: la enseñanza. Entre el estricto cumplimiento de los currículos escolares y el estímulo de la curiosidad del alumno está la diferencia que va de un profesor malo a un profesor bueno, y, por extensión, la diferencia entre un medio social que considera la cultura como una pérdida de tiempo y una sociedad culta. Para conseguir este salto no se dan las mejores condiciones. La obsesión por la competitividad lo contagia todo. Mientras no se descubra que la cultura es útil para competir, jugará con desventaja. Y, en la medida que la competición se iguala a éxito y el éxito se mide por la respuesta del mercado, sólo resultan relevantes aquellos productos culturales -así hay que llamarlos en tanto que se les reduce a mercancías- que conquisten el favor del mercado, con lo cual la innovación y la creatividad quedan enormemente lastradas. La influencia de la lógica de mercado sobre nuestras democracias ha llegado a contaminar su propio espíritu. Por ejemplo, dando a entender que la mayoría es criterio de verdad o de belleza.

En la cultura catalana se dan además dos especificidades que vienen a aumentar su malestar. La primera, la utilización política de la cultura como signo partidista de identidad nacional, lo cual restringe el campo, rebaja el nivel de exigencia y genera confusión entre lengua y cultura. La necesidad que tiene una cultura pequeña de llenarse de contenido hace que la cantidad resulte más importante que la calidad. Puesto que escribe o canta en catalán, que Dios le dé gloria: queda ya incorporado a la foto de familia, que se alarga tanto como se adelgaza en contenido. Y en un país que tiende a la endogamia, la obsesión político-partidista se convierte en una reducción de las experiencias, de los temas y de las preocupaciones; es decir, en una limitación de la curiosidad.

Puesto que todo se calcula en dinero, el espanto ha llegado cuando se ha visto que Madrid ganaba la batalla de las industrias culturales. Sin duda, es muy importante para la cultura el desarrollo de sus industrias. La confusión entre política lingüística y cultura (el error crucial de los gobiernos nacionalistas) ha hecho que durante largo tiempo no se atendiera debidamente este frente. Pero, como ocurre a menudo, por reacción se ha ido desarrollando un discurso que podría inducir a creer que no hay otro horizonte cultural que el industrial. En un mundo dominado socialmente por el campo audiovisual, este ingenuo y tardío descubrimiento de la importancia de las industrias culturales puede acabar de cercenar el único terreno realmente abonado para que fructifique la creación cultural: la cultura humanística. Sin una cultura humanística fuerte -en la escuela y en la vida de relación-, la creación se moverá siempre en los territorios de lo débil, de lo que no tiene aristas, del pastel para todos los gustos, y la cultura televisiva de las cifras de audiencia será el criterio determinante.

Los creadores no se inventan. Si las políticas públicas son más eficaces en términos de distribución que de creación es porque lo primero es organizable y lo segundo es imprevisible. Sin embargo, se pueden crear condiciones para favorecer la emergencia de lo creativo. En Cataluña, en contra de una opinión emitida quizá demasiado desde la distancia o desde la melancolía, hay muchas gentes y grupos activos culturalmente. Falla, sin embargo, la comunicación tanto horizontal como vertical: horizontal, entre ellos, demasiado separados en tribus semiundergrounds; vertical, por la dificultad de llegar a los medios de comunicación convencionales, sometidos inevitablemente a los criterios del star system cultural. Y falta la exigencia crítica: nuestra república cultural no tiene cedazos que aseguren la calidad, y quizá, ni siquiera está en condiciones de planteárselos.

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El pez se muerde la cola. Para que las instituciones asuman la cultura como bien de primera necesidad hace falta que la sociedad la entienda como tal. Y para que así sea se necesitan políticas educativas que no cercenen el referente humanístico necesario para que la cultura crezca. De momento, nos encontramos con una oferta de actividades superior a la demanda (basta ver las carteleras de todos los días en Barcelona), pero con poco interactividad con ella (la demanda es débil, poco exigente) y con una desconexión considerable entre lo institucional, lo mediático y lo creativo. En este panorama la televisión es reina. Y la presencia en la cultura de la red será inexistente, porque también para crear los nuevos lenguajes que ésta reclama es necesaria la curiosidad universal y el poder de una sensibilidad humanística en el sentido fuerte de la palabra. El mejor indicador del estado cultural de un país es preguntarse de qué hablan sus protagonistas. En Cataluña, se acostumbra a hablar más de gestión cultural que de cultura. Mal síntoma.

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