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Desequilibrio institucional

Andrés Ortega

Más allá de una cuestión de personalidades, la reciente pataleta del comisario encargado de relaciones exteriores, Chris Patten, contra el protagonismo del señor PESC, Javier Solana, es todo un síntoma del cambio de equilibrios institucionales que se ha producido en la Unión Europea en los últimos años, y en particular en los últimos meses. Actualmente, casi todo juega en contra de la Comisión y a favor del Consejo, es decir, de los Estados y de una mayor colaboración entre ellos, al margen de la antiguamente llamada hermana mayor e incluso del Parlamento Europeo. ¿Qué ha pasado?Para empezar, a raíz de la crisis generada por el rechazo en un primer referéndum en Dinamarca del Tratado de Maastricht, y su aprobación raspada en otra consulta en Francia en 1992, se tomó a la Comisión Europea como chivo expiatorio. La posterior presidencia de la Comisión por el gris luxemburgués Jacques Santer no contribuyó a mejorar la situación, y además esta institución cometió el error estratégico de enfrentarse al Parlamento Europeo, hasta entonces su aliado, por motivos de mala gestión.

La llegada de Romano Prodi poco ha resuelto, pues el italiano ha tenido serios fallos para dirigir la Comisión -tensionada entre su colegialidad y su recién estrenado mayor presidencialismo- y con serios errores de presentación. Además, Prodi actúa casi solo, sin red y en el vacío, a diferencia de los tiempos en que Jacques Delors presidía la institución con su valía personal, sí, pero también con el apoyo de pesos pesados en materia de europeísmo, como Mitterrand en París, Kohl en Bonn, y González en Madrid. Hoy pocos son los Gobiernos que se fían de Prodi, lo que les hace trasladar las iniciativas hacia el Consejo de Ministros, cuyo secretario general, además de alto representante para la Política Exterior y de Seguridad Común, es Solana, que tiene poco de espíritu funcionarial y mucho de político. Por eso le pusieron en ese puesto. Además, con el mercado único relativamente completado, la Comisión ha agotado su labor de impulso político, quedándole la gestión, en la que no destaca precisamente por su eficacia.

Además del fundamental papel semiconstitucional del Tribunal de Justicia en Luxemburgo, la construcción europea había reposado hasta hace poco sobre el triángulo mágico y equilibrado de la Comisión, que tenía el monopolio de iniciativa legislativa, el Consejo de Ministros y el Parlamento Europeo en su papel fiscalizador y crecientemente colegislador. En los últimos años, los progresos se han hecho más bien en el terreno intergubernamental, en el que la Comisión tiene poco que rascar, en materias que han sido tradicionalmente dominio reservado de la soberanía nacional, ya sea la política exterior, de seguridad y de defensa, la Justicia o los asuntos de Interior. La política económica europea tiende a ser una coordinación, que no una integración, de políticas nacionales, basadas en hitos a alcanzar fijados de común acuerdo o en comparación de experiencias (benchmarking). Todo ello con un derecho blando (soft law), es decir, normas no justiciables. Incluso en la normativa comunitaria aprobada se tiende ahora a primar las directivas (que los Estados se encargan de traducir a la legislación nacional) sobre los reglamentos (de aplicación directa).

Por si fuera poco, han surgido otras dos instituciones que compiten con las ya existentes. Por una parte, el Banco Central Europeo, la más supranacional, pero que aún no cuenta con un interlocutor económico válido en el Consejo de Ministros. Por eso, los franceses, especialmente, quieren impulsar la institucionalización, posiblemente con una secretaría permanente, del Euro 11, la reunión de ministros de Economía y Finanzas del área euro, lo que, de prosperar, hará surgir un nuevo centro de poder. Y luego está el creciente papel del Consejo Europeo de jefes de Estado y de Gobierno, que se dedica a algo más que a trazar las grandes directivas políticas, pues en su mesa, como ocurrirá en Feira (Portugal) el lunes con la armonización fiscal, aterrizan los problemas que el Consejo de Ministros, perdiendo su papel de síntesis, se muestra incapaz de resolver.

El tradicional equilibrio institucional de la construcción europea se ha roto, con un reflejo incluso arquitectónico en Bruselas: la Comisión desperdigada, esperando a regresar a su edificio del Berlaymont, una vez limpiado de amianto, y el Consejo en un lujoso y grande Justus Lipsius, y buscando otros edificios en los que instalar el equipo en crecimiento que ha de conformar la Identidad Europea de Seguridad y Defensa. Si es transitorio, el intergubernamentalismo y el crecimiento del Consejo de Ministros puede llevar a abrir nuevos campos que, con el tiempo, acaben siendo comunitarizados. De otro modo, a la chita callando, se habrá cambiado de modelo de integración.

Por debajo de las referencias a un federalismo poco comprensible, habría que ir, especialmente ante el desafío que plantea la ampliación al Este, a lo que propone ahora Jacques Delors: una "refundación del pacto comunitario" basada en el triángulo institucional básico. Pero de todo esto, en la actual Conferencia Intergubernamental (CIG) para la reforma de los Tratados se habla poco. Quizá porque ya se empiece a decir que después de esta reforma vendrá otra, la verdaderamente importante, cuando se vaya a producir la ampliación, por ahora retrasada.

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