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Listas de espera FRANCESC MOREU OROBITG

Tan sólo la calidad asistencial es utilizada en el sector sanitario de forma más demagógica que las listas de espera. Políticos, gestores y profesionales patrimonializan en su provecho su defensa ante los atónitos ciudadanos, que son los sujetos pacientes de unos y otros y que contemplan indignados la ceremonia de la confusión que a su costa se organiza cada vez que, por un motivo u otro, alguno de estos temas salta a la opinión pública oficiada por los medios de comunicación, que hacen bueno el principio de que sólo las malas noticias son noticia.Asombra que ante un tema de esta naturaleza unos aprovechen para achacar a Madrid una vez más la autoría de todos sus males, otros restrieguen a quienes hace cuatro días habían presentado como único logro de su gestión la reducción de las listas de espera el maquillaje que sobre las mismas hicieron, sin recordar tal vez las que dejaron en herencia, y unos terceros se ofrezcan a trabajar gratis por las tardes para paliar el problema (¡eso sí, sólo durante dos meses!).

En un año atiende en España la sanidad pública 240 millones de consultas de asistencia primaria, más de 15 millones de urgencias (de las que tan sólo menos del 15% lo son de verdad) y cerca de 24 millones de consultas externas en los hospitales; se producen cuatro millones de altas, y se realizan más de tres millones de intervenciones quirúrgicas, y todo ello con un altísimo nivel de calidad, un coste más que razonable y una adecuada traducción en los indicadores de salud que hacen de España desde este punto de vista uno de los países con mejor calidad de vida.

Ésta es la verdadera noticia y el mensaje positivo que debe hacerse llegar a los ciudadanos. Por supuesto que no se deben ocultar realidades como las que ahora se airean a los cuatro vientos, pero situadas en su verdadero contexto para una valoración justa y serena.

Nada justifica la pérdida de una vida humana, y aún mucho menos si esta pérdida se pudo haber evitado. El problema no es la lista de espera (inevitable en cualquier caso), el problema es la sensibilidad ante las listas de espera. Ante el macronúmero no hay solución (por mucho que ahora nos afanemos en medidas ya viejas y de resultado incierto), pero ante el nombre y apellido siempre las hay si somos capaces de valorar el hombre, el enfermo por delante de la enfermedad.

Si vienen más recursos, ¡bienvenidos sean!; pero me temo que no cambiará sensiblemente la situación a menos que profesionales, gestores y políticos hagan realmente del ciudadadano la verdadera razón de ser de su trabajo diario, en vez de un instrumento de sus intereses y ambiciones particulares, por muy legítimas que éstas sean.

Probablemente todo este terremoto se saldará a medio plazo con un resultado totalmente inverso al que esperaban aquellos que de buena fe lo provocaron. No acabará esta crisis con una potenciación de la sanidad pública (aunque a corto plazo se la dote de más recursos), sino todo lo contrario. Se habrá logrado colocar otra carga de profundidad a su legitimación social y se habrá hecho mayor el interrogante que se alimenta desde hace tiempo respecto a su bondad y a la necesidad de introducir elementos de privatización y de cuestionamiento del aseguramiento único aunque éste formalmente se mantenga, debido a la ruptura de la cohesión social, que originará la deserción de la sanidad pública de las clases medias y medias-altas, que acudirán ante noticias de este estilo al sector del aseguramiento privado.

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La alarma social está servida. Estoy de acuerdo en que no debe presentarse como un mérito ni darse publicidad a lo que es simple y llanamente el cumpimiento de una obligación o la respuesta a un derecho de los ciudadanos, pero lo que tampoco puede hacerse es instalar un catastrofismo en la opinión pública sin colocar al otro lado de la balanza lo poco o lo mucho (en este caso, lo mucho) que se les está ofreciendo. No se trata de apelar a la legitimidadinstitucional como único argumento, sino a realidades constatadas y cuantificables (España, por ejemplo, está a la cabeza en el ranking mundial de los trasplantes. Esto se debe a la generosidad de los españoles, pero también a la organización del sistema y a la dedicación de los profesionales).

La caja de los truenos se ha destapado en Cataluña, que cuenta con el mejor sistema sanitario del Estado, aunque también, tal vez debido a ello, sea el más caro. Ha venido de un hospital que ha sido en muchos ámbitos el catalizador de la moderna medicina catalana y un adelantado en la visión de cómo debería transformarse un hospital de ayer en uno del mañana, pero que ahora arrastra desde hace demasiados años un pesado interrogante sobre su futuro que no merece por su historia. Nadie quiere pasar a la posteridad como el enterrador de Sant Pau, pero nadie asume con valentía y credibilidad el órdago de su futuro.

Hace unos años, por intereses menores, se perdió la oportunidad histórica de su traslado al Hospital General de Cataluña, que hubiese resuelto dos problemas de una sola tacada. El problema ahora no es sólo lo que cuesta la inversión, el problema estriba en cuál es el papel de futuro que se asigna en la sanidad catalana a un hospital descapitalizado no sólo en lo económico, sino básicamente en el activo profesional, como consecuencia de la política seguida estos últimos años.

Entre todos debemos restituir la confianza de los ciudadanos en la sanidad pública, porque la merece. No puede hacerse de su buen nombre una batalla partidista y en todo caso sus problemas deben tratarse desde la óptica del Estado. Otra cosa es pura y simplemente hacerles el juego a quienes les estorba.

Francesc Moreu Orobitg es gerente de consultoría del Consorcio Hospitalario de Cataluña.

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