Naciones y 'Great Powers'.
La intervención del ministro de Asuntos Exteriores de Alemania, Joschka Fischer, en la Universidad Humboldt de Berlín, proponiendo como estrategia para la construcción de la Europa política la creación de una Federación de Estados-nación que integre un núcleo reducido pero abierto de Estados de la Unión Europea, por el hecho de ser presentada merece una acogida favorable. Pero, en el ecuador de un proceso que se inició hace seis meses en Helsinki y será culminado en la Conferencia Intergubernamental de Niza en el segundo semestre de este año, llega tarde; cuando ya está básicamente definido el carácter de la reforma de los tratados de la Comunidad y de la Unión y el ritmo y las exigencias de la ampliación necesaria con trece Estados del Este y del Mediterráneo. De haber sido presentada antes de Helsinki su efecto político hubiera sido bien distinto; habría impulsado un debate silenciado durante los últimos años y podría haber condicionado el sentido de la reforma.No lo hizo así Fischer, como no lo hicieron tampoco los demás dirigentes estatales. En el Consejo Europeo no hubo, que se conozca, discrepancias sobre la orientación estatalista de las reformas de los tratados. La Comisión Europea se limitó después a proponer una reforma de los tratados que no pretende más que asegurar el funcionamiento de las instituciones europeas al integrar a veintiocho nuevos Estados y ampliar su territorio hasta las fronteras rusas y caucasianas y las kurdas lindantes con Irak o Siria, extendiendo las cuestiones a aprobar por mayoría cualificada que, en principio, tendrá un doble componente de Estados y de población. Los textos previstos para la Conferencia Intergubernamental suponen de facto la victoria de la idea de la Europa de los Estados frente a la Europa de los ciudadanos y de los pueblos.
Faltó en este tiempo el debate exigible sobre el sentido y los fines políticos de la integración europea, como el que se produjo en el momento de la aprobación del Tratado de Maastricht. En el propio Parlamento Europeo, única institución de la Unión elegida directamente por los ciudadanos, fueron derrotadas enmiendas dirigidas a avanzar hacia la Europa política, entre ellas la introducción en los tratados de la Carta de los Derechos Humanos y Sociales, la instrumentación de una política europea de empleo o el reconocimiento al Parlamento de una competencia democrática tan esencial como la iniciativa legislativa.
No me extraña que roto por parte de Fischer el silencio dominante se manifestaran de inmediato las posiciones más inmovilistas, desde la intemperante del ministro del Interior francés, Jean-Pierre Chevènement, deudor de un nacionalismo jacobino superado por la historia a la inane del presidente del Gobierno español, José María Aznar, despachando una cuestión tan transcendente con la consabida jaculatoria "Europa es una unión de Estados y hasta ahora nos ha ido bien".
El propio Fischer reconoce esta situación paradójica al aceptar expresamente todo lo ya acordado unánimemente por los Estados miembros ante los "desafíos operacionales de la Conferencia Intergubernamental", y pretender un debate centrado en las "perspectivas estratégicas posibles de la integración europea más allá de la próxima década". Una pretensión contradictoria, pues lo limitado de las reformas previstas contribuirá a consolidar la Europa de los Estados, y la experiencia del proceso de incorporación de nuevos países condicionará todas las reformas futuras, dificultando especialmente aquellas que tienen una orientación políticamente integradora y respetuosa con la diversidad.
Por otra parte, y entrando en el contenido de la propuesta, pienso que la iniciativa de Fischer carece de la perspectiva histórica necesaria. Apoya su proyecto de Federación en los Estados, cuando la desaparición de las fronteras estatales dentro de la Unión Europea tiende a desplazar objetivamente las competencias políticas y el propio contenido de la soberanía hacia Europa y hacia las naciones y otras entidades territoriales subestatales internas. Serán éstos, por mucho que los Estados sean hoy los protagonistas políticos privilegiados, los nuevos espacios históricos de ejercicio de los derechos democráticos de los ciudadanos y las instituciones más capaces para asegurar las conquistas políticas y sociales históricas.
Fischer debe saber, además, que la desaparición de las fronteras estatales que definieron y delimitaron las soberanías contemporáneas pondrá al descubierto la rica realidad nacional y política de Europa, derivada de una historia común que desborda las fronteras. Una realidad que no se puede reducir, como indica Mary Fulbrook, a los Great Powers y a sus interrelaciones sino que comprende "los fracasos históricos tanto como los éxitos, los intereses de las minorías tanto como los dominantes, los continentales tanto como los nacionales y los caracteres de cada territorio". Con esta conciencia, como recordó Hugh Thomas en estas mismas páginas, los que le dieron el impulso inicial a una Comunidad Europea destinada a superar todas las fronteras y las guerras europeas fueron gentes como Adenauer, Schuman o De Gasperi, que vivieron precisamente en territorios de pertenencia estatal históricamente cambiante.
La propia evolución histórica va a relativizar el protagonismo de los Estados en la Unión, también el de los más poderosos como Francia y Alemania que Fischer presenta como motores de la Federación de Estados-nación, o el de los más euroescépticos como la Gran Bretaña o algunos de los nórdicos. Después de todo, los mismos Estados son creaciones históricas contingentes, hasta el punto de que de los actuales quince de la Unión sólo cinco, Portugal, Holanda, España, Francia y Gran Bretaña, tenían en el tiempo de la Revolución Francesa su dimensión europea actual, mientras que los otros diez, Finlandia, Suecia, Dinamarca, Irlanda, Alemania, Bélgica, Luxemburgo, Italia, Austria, Grecia, fueron creados en los últimos dos siglos de caída del absolutismo y de desarrollo de la soberanía popular. Lo mismo ocurre con los trece nuevos Estados candidatos: prácticamente ninguno tenía en aquel tiempo el carácter de Estado independiente en su actual territorio.
No creo que el ministro alemán esté de acuerdo con posiciones que dan por hecho que los Estados-nación ya culminaron su función destructora de la diversidad política y nacional interna. Por fortuna, en Estados fundamentales para la Comunidad, como el español, el británico o el belga, la diversidad nacional sigue viva y tiene ahora un carácter constitucional, y lo mismo ocurre u ocurrirá con territorios de Estados tan determinantes como Alemania, Italia o Francia. Quiero pensar que está de acuerdo en que sin avanzar hacia una Europa basada en la ciudadanía, como una formación política que comprenda y acepte la diferencia, la Unión Europea corre el riesgo de convertirse en una institución más de la globalización y de la sociedad de mercado, como la Organización Mundial de Comercio, o en una asociación de intereses sin alma política, como la OSCE o el Consejo de Europa, frustrando el impulso histórico fundacional y poniendo en cuestión todo lo andado. Utilizando una expresión de Joschka Fischer, si Europa se mantuviese inmóvil, pagaría un "precio fatal".
Camilo Nogueira es diputado en el Parlamento Europeo por el BNG.
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