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Mauthausen, el racismo y la Unión Europea.

Fue conmovedor participar el pasado 7 de mayo en la conmemoración de la liberación de Mauthausen. Estuve allí en 1961, cuando ya había sido inaugurado un Gedenkstätte, un monumento oficial en memoria de las barbaridades de la era nazi. Pero en 1961, los aldeanos a los que pregunté cómo ir no estaban seguros de dónde se encontraba el campo. Sí, había una vieja cantera ahí arriba, en el pinar, pero ¿un campo de concentración? ¿Prisioneros españoles? Me dijeron que realmente no lo sabían. Este año, en conmemoración del nuevo milenio, y con la esperanza de que la humanidad haya progresado definitivamente -de que haya dicho "nunca más" a la tortura y el racismo y el genocidio-, había delegaciones de 30 países de Europa, norte de África, Oriente Próximo y América, y representantes de numerosos partidos políticos, sindicatos y organizaciones no gubernamentales que trabajan en favor de la democracia y los derechos humanos en esas regiones.Entre las delegaciones de más edad destacaban especialmente los partisanos italianos, los republicanos españoles y los maquis franceses, con quienes habían luchado los españoles tras su huida, o liberación, de los campos de internamiento del Gobierno de Vichy. Entre los grupos más jóvenes predominaban los israelíes, tanto religiosos como laicos, y varias organizaciones médicas internacionales. La policía austriaca estaba relajada y se mostró atenta ante los problemas para aparcar. Y había varios grupos de jóvenes austriacos y de otros países que ayudaban a las personas mayores a subir y bajar los 180 escalones, la escalera de la muerte por la que habían subido los trabajadores forzados con bloques de granito a cuestas y bajo la vigilancia constante de los guardias de las SS.

Las horas durante las que se depositaron las coronas y se desfiló a través de las puertas del antiguo campo de concentración parecieron una reunión informal de toda la izquierda antifascista de los años treinta y la II Guerra Mundial, pero al atardecer hubo un concierto cuyos prolegómenos habían sido muy controvertidos: un programa que se abría con unos breves discursos de Thomas Kestril, presidente de la República de Austria; Franz Fischler, uno de los miembros austriacos de la Comisión de la Unión Europea; Ernst Strasser, ministro del Interior, y Leon Zelman, presidente del Servicio de Acogida Judío en Viena. Y luego, la música: arreglos recientes de dos oraciones hebreas, el Male Rachamim y el Kaddisch, seguidos por la Novena sinfonía de Beethoven, interpretada por la Filarmónica de Viena bajo la batuta del director invitado británico Simon Rattle. Durante el coro final se distribuyeron velas votivas entre el público, que a continuación las encendió. Y después del concierto, las velas se depositaron en silencio sobre las numerosas lápidas y a lo largo de la escalera.

A través de las conversaciones con amigos austriacos y españoles, y por los folletos que repartieron por la mañana, me enteré de las varias objeciones que se habían puesto al concierto. Una era que los miembros de la Filarmónica de Viena, una orquesta que se enorgullece de su tradición de independencia institucional y artística, no protestaron por la purga de músicos judíos y actuaron frecuentemente para los oficiales nazis entre 1938 y 1945. Otra era que los nazis habían programado alguna que otra vez la Novena de Beethoven, y que el texto del movimiento coral, la Oda a la alegría de Schiller, no era el más adecuado para conmemorar los trabajos forzados, la tortura y el genocidio. Además, los varios supervivientes de los campos habían compuesto música dedicada especialmente a las víctimas del holocausto. Una tercera crítica contra todo el acto conmemorativo era que brindaba al actual Gobierno austriaco una ocasión inmerecida para proclamar sus virtuosas intenciones pocos meses después de haber permitido que la extrema derecha, irónicamente denominada Partido de la Libertad, nombrara a dos ministros en el Gobierno de coalición austriaco.

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Con respecto a este último punto, el crecimiento de los partidos neofascistas constituye, naturalmente, una grave amenaza para el desarrollo de la Europa democrática en conjunto, pero, independientemente de la actitud que adopte uno, no se puede negar la participación en la política a un partido que obtiene el 27% de los votos en unas elecciones libres. En mi opinión, en Mauthausen, lo importante no era la naturaleza de la demagogia de Haider, sino lo que dirían los representantes de Austria. Los tres, Kestril, Fischler y Strasser, aceptaron sin ambigüedades la responsabilidad compartida de Austria por los crímenes de la era nazi. Reconocieron que Austria se había considerado durante mucho tiempo como una víctima, más que como un aliado, de Hitler, que Mauthausen y otros campos habían formado parte de un imperio industrial de las SS y que muchas empresas austriacas habían colaborado con las SS y se habían beneficiado de sus contratos, que uno de los propósitos de los trabajos en la cantera era literalmente matar a los prisioneros a base de hacerles trabajar y que los prisioneros de guerra soviéticos, polacos, judíos y gitanos habían sido tratados, por motivos raciales, con especial salvajismo. Todavía no he oído muestras de sinceridad semejantes respecto al régimen franquista en las declaraciones de los demócratas conservadores que gobiernan España actualmente.

En cuanto a la elección de la música, siempre he deseado que se interpreten con más frecuencia piezas contemporáneas. Y, sin duda, es cierto que ni Beethoven ni Schiller, ni nadie que viviera a principios del siglo XIX, compuso jamás un texto adecuado para lo que significó Mathausen o Auschwitz, porque nunca imaginaron, ni remotamente, las barbaries que se cometerían en nombre de las ideologías megalomaniacas en el siglo XX. También hay que recordar que aproximadamente el 40% de la población alemana que votó a los nazis en elecciones libres antes de 1933 no votó por el genocidio. La mayoría creía que los judíos poseían demasiadas tiendas y editoriales. Aceptaron la falsa antropología y las visiones místicas de la trascendental virtud alemana que predicaban los profesores de universidad y los líderes nazis. Y muchos, sin duda, esperaban beneficiarse de la expropiación de la burguesía judía prometida por Hitler. Pero nadie habló de genocidio hasta siete u ocho años más tarde, y por aquella época ya nadie les pedía su opinión a los pueblos alemán y austriaco.

De modo que condenar a causa de Auschwitz a pueblos enteros, o por implicación, a la humanidad en general, por su irremediable maldad, denota a la vez falta de generosidad y de veracidad, y es de hecho una forma de

racismo. Los peces gordos nazis programaron efectivamente la Novena de Beethoven, pero no deberíamos conceder a Hitler una victoria espiritual póstuma declarando a Beethoven o a los actuales músicos de la Filarmónica de Viena no aptos para participar en los actos en memoria de los campos de concentración. El masoquismo no ayuda a nadie ni a nada. Por el contrario, el antídoto más potente contra la desesperación emocional que provocan los horrores de la era nazi es celebrar el resto de la cultura austro-germana, magníficamente encarnada por Beethoven y Schiller.

Al mismo tiempo, cuando leo lo que dicen entre líneas los folletos, puedo imaginarme que, en vista de las controversias que precedieron al aniversario, los representantes austriacos hicieran declaraciones un tanto más fuertes de lo que podrían haber sido si no se hubieran manifestado críticas serias durante los meses de preparación. Pero, aun así, su respuesta a la presión política fue ejemplar y puede que ésta les haya brindado una grata oportunidad para identificar a su partido cristiano-demócrata con todo el espectro de fuerzas democráticas en la Comunidad Europea.

En lo que respecta al futuro de Europa, se presenta un problema espiritual que los europeos apenas han empezado a afrontar. Cada nacionalidad se enorgullece de su rica herencia lingüística, religiosa, científica y artística. El espacio físico es muy limitado en el área que se extiende al oeste de los Urales y norte del Mediterráneo. Cada nacionalidad se ha sentido obligada durante siglos a defender su territorio, su idioma y su cultura para evitar que fueran asimilados por sus vecinos. Hoy día, esto significa en términos prácticos cosas como negarse a enviar a los hijos de uno al mismo colegio que los gitanos, dar más igualdad a unos idiomas que a otros en las sociedades bilingües, reescribir la historia para favorecer los intereses locales, emplear a vigilantes privados para impedir la entrada de africanos en bares y discotecas locales y crear el pánico en los partidos de fútbol.

En mi opinión, las palabras más profundas pronunciadas en Mauthausen fueron las de Leon Zelman, uno de los líderes de la comunidad judía que renace en Viena y principal propulsor de la actuación de la sinfónica. Habló sin amargura como superviviente de Mauthausen. "Tras mi liberación, en mayo de 1945, comprendí que como superviviente tenía una obligación moral con el futuro de este país. Por consiguiente, considero a los jóvenes mis compañeros más importantes (...), ya sea en Austria o en cualquier otro lugar, a la hora de construir un mundo de humanidad, tolerancia y paz. Tomemos Mauthausen como una advertencia, para el presente y el futuro, de que la indiferencia y la apatía hacia cualquier agresión genocida puede ser peligrosa para todos nosotros. (...) Que el mensaje humano de la Oda a la alegría de Friedrich Schiller se convierta en una Oda a la libertad para todos los pueblos de la Tierra el 7 de mayo de 2000".

Gabriel Jackson es historiador.

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