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Tribuna
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La delincuencia en los medios.

José Luis Díez Ripollés

La frecuente presencia en los medios de comunicación de noticias relacionadas con la delincuencia violenta, sexual o atentatoria contra los bienes individuales más importantes ha sido siempre un fenómeno constante. Alguien recordaba hace unos días que durante muchos años fue el diario de sucesos El Caso el medio de comunicación más leído en la España de la dictadura.Pero en los últimos tiempos se aprecia una evolución significativa en el modo de tratar estos delitos por los medios de comunicación: la descripción de hechos delictivos concretos, antes confinada en las tradicionales secciones de sucesos, se ha trasladado a lugares o momentos más dignos, en donde se les presta una atención mayor y más extensa. Por otro lado, ha pasado a ser materia periodística no sólo la descripción del suceso, sino también las decisiones judiciales que resuelven delitos de esa naturaleza, tuvieran o no éstos trascendencia pública en su momento, de modo que sus argumentaciones jurídicas se someten a un detenido análisis y crítica, alejados de las también tradicionales crónicas de tribunales. A su vez, ha dejado de ser infrecuente, incluso en los órganos de opinión más prestigiosos, que tales sucesos o decisiones constituyan materia de portada o primera noticia.

Sin duda, el especial interés de los medios por esos delitos, sus autores y las víctimas es reflejo del impacto que tales hechos ocasionan en la opinión pública, dada la significación que poseen en la vida cotidiana. En efecto, homicidios, agresiones sexuales, lesiones, secuestros, robos... inciden de una manera inmediata y especialmente visible en los bienes más elementales para la convivencia, aquellos con los que todos contamos para nuestro desarrollo personal; de ahí que su realización origine una singular inquietud entre el resto de ciudadanos, que se identifican fácilmente con la víctima y sus padecimientos. Por ello mismo, las reacciones de los poderes públicos hacia tales comportamientos se convierten también en asunto de interés general.

Pero si no queremos que la intensificación de ese legítimo interés por estos temas termine produciendo una desinformación que podría conducir a graves disfunciones en la lucha contra la criminalidad, creo que deberían tenerse presentes algunas ideas como las siguientes.

La frecuencia de las noticias sobre la comisión de estos delitos no guarda necesariamente una relación significativa con su real incremento. Los niveles de delincuencia en España, a salvo los delitos contra la propiedad, son moderados, incluso bajos, en relación con la mayor parte de los países de nuestro entorno; entorno, por cierto, que es uno ya privilegiado frente a la mayor parte del planeta. A este respecto, la opinión pública debería poder acceder fácilmente a informaciones cuantitativas sobre la delincuencia, quizás no tan sugerentes como el conocimiento de sucesos aislados, pero, desde luego, más realistas. Así descubriría, por ejemplo, que no tenemos por el momento, y pese a repuntes que hasta ahora sólo son coyunturales, ningún problema específico de delincuencia juvenil, la cual se mueve en tasas bajas.

Habría que evitar, por otra parte, caer en la tentación de promover o reforzar corrientes de opinión que acuden apresuradamente, y como primera medida de actuación, a la criminalización de cualesquiera comportamientos que planteen un conflicto social de cierta relevancia. Tales propuestas padecen de una visión ingenua de los mecanismos sociales de intervención, sobreestimando las capacidades del derecho penal y subestimando sus efectos negativos. La intervención penal sólo tiene garantías de éxito si se inserta en un conjunto amplio de medidas de intervención social, dentro de las cuales ocupa un lugar, si no residual, sí meramente complementario. La paulatina reorientación de los planes contra la violencia doméstica, tras unos inicios en los que el énfasis se colocó en la utilización del Código Penal, constituyen un buen ejemplo de política inteligente.

Deberemos ser conscientes, en cualquier caso, de que no hay demanda de la opinión pública que los poderes públicos estén más prestos a satisfacer que la que exige la criminalización de ciertos comportamientos. Resulta una decisión relativamente sencilla, cuya posterior puesta en práctica no exige especiales actuaciones de la Administración, recayendo la responsabilidad de su desarrollo en el Poder Judicial y en ámbitos muy limitados del poder ejecutivo -la policía y las instituciones penitenciarias-, y eso siempre que la ley se promulgue con pretensiones de ser aplicada. Un buen negocio, en suma, sin riesgos ni apenas compromisos y con unos réditos electorales indudables.

Metidos ya en el Derecho Penal, conviene que la sociedad sea consciente de que los poderes públicos no pueden afrontar la criminalidad exclusivamente desde la perspectiva de los intereses inmediatos de las víctimas. Su objetivo no es calmar su indignación, sino asegurar que hechos semejantes no se van a repetir en el futuro. Sólo en ese sentido, y en tal medida, castiga al delincuente. El retorno a la situación previa al delito, sobre todo en el tipo de delincuencia que estamos considerando, no suele ser posible, y, desde luego, el derecho penal no está, aunque pueda parecer sorprendente, para restaurar la justicia en la Tierra, algo que, por lo demás, está fuera de su alcance.

Pero, aun bajo esas condiciones, nadie duda de que el derecho penal es el instrumento más agresivo del que se han dotado los poderes públicos para incidir sobre los ciudadanos que no respetan las normas básicas de convivencia. Es en este contexto en el que adquiere su auténtica relevancia una elaboración y aplicación del derecho penal singularmente precisas en la determinación de las conductas prohibidas, en la matización de su gravedad y en la verificación de que han concurrido sus presupuestos.

Ciertamente, ninguna rama del ordenamiento jurídico, ni mucho menos el derecho penal, deben caer en un lenguaje esotérico, incomprensible para el común de las gentes, a cuyo servicio se han construido. Pero la llaneza del lenguaje no puede significar la pérdida de los significados matizados atribuidos a determinados términos con los que se quiere garantizar juicios de valor ponderados, atentos a las diferencias entre unas conductas u otras.

Sin embargo, resulta fácil encontrar en los medios análisis sobre determinados conceptos jurídicos que se agotan en la confrontación de su contenido semántico cotidiano, aquel utilizado en la calle, con el más diferenciado usado en los tribunales. Y el argumento decisivo para descalificar este último uso, y la decisión judicial en él basada, es su discrepancia con el empleo vulgar del término. No se detienen a pensar si una significación más precisa, en todo caso compatible con la cotidiana, no está tratando de asegurar una valoración más rica y afinada de los hechos sometidos a consideración, que probablemente sería compartida por los citados analistas.

Así, parece que un homicidio ideado y realizado con la pretensión de que la víctima tenga una muerte especialmente dolorosa merece una valoración especialmente negativa, que debería tener su reflejo en la pena; también el seguir maltratando a la víctima una vez muerta, cuando ya no puede sufrir más, merece un especial reproche, pero de distinta naturaleza que el anterior. Si en el primer caso hablaremos de ensañamiento, y transformaremos el homicidio en asesinato, en el segundo, dado que la valoración negativa es de otro tipo, probablemente apreciaremos junto al homicidio otro delito, el de profanación de cadáveres; de todos modos, sería improcedente transformar el homicidio en asesinato si no queremos mezclar dos juicios de valor distintos. Y si el caso es diferente a los anteriores, y lo que ha sucedido es que el autor de la muerte, dado el instrumento utilizado, su complexión física o la de la víctima, ha debido insistir en su acción agresiva para asegurar el resultado de muerte pretendido, sin querer en ningún caso causar un sufrimiento adicional al ligado a la propia muerte, no podemos hablar de que se haya ensañado con la víctima por muchas puñaladas que le haya causado. Quizás queramos valorar negativamente el que haya usado un cuchillo de hoja reducida en lugar de una pistola, lo que le ha obligado a prolongar su acción letal, pero no estoy seguro de que fuera una buena idea elevar las penas por usar instrumentos letales poco contundentes. En cualquier caso, tal juicio de valor ya tiene poco que ver con el que sirve de base al ensañamiento.

Algo parecido se podría decir de la pretensión de concebir todo delito de agresión sexual como cometido de un modo especialmente degradante. Desde luego que toda agresión sexual lleva un componente degradante o vejatorio, pero, cuando la ley agrava la pena por la concurrencia de ese aspecto, lo que pretende es destacar hipótesis especialmente significativas en ese sentido, a cuyos efectos la jurisprudencia elabora criterios que podrán ser discutibles, pero que en ningún caso deben llevar a preconizar sistemáticamente la apreciación de la agravación en toda agresión sexual. Hacerlo supondría eliminar una matización valorativa que enriquece y diferencia el análisis de las conductas agresivas sexuales.

Sin duda, se dictan sentencias equivocadas, opuestas a los valores presentes en el Código Penal y la Constitución, y existen jueces elitistas o ignorantes que disfrutan con el empleo de un lenguaje grotesco que ni sus colegas entienden. Pero ello no ha de hacernos olvidar que la pretensión de que el legislador y la jurisprudencia abandonen la riqueza de matices del lenguaje jurídico y lo equiparen sin más al lenguaje cotidiano no sólo constituye un claro retroceso en una sociedad que ha aprendido a tratar los conflictos sociales con rigor valorativo, equiparando lo que es igual y diferenciando lo que no lo es, sino que en último término aspira a erigir al juez en el portavoz de la ira popular, en el vengador de la víctima y de los colectivos que se le adhieren.

El modelo europeo continental de lucha contra la delincuencia es sustancialmente distinto del que rige en estos momentos en los Estados Unidos de América, y hay abundantes ejemplos de que es Europa occidental la que está obteniendo desde hace tiempo mejores resultados. Si no queremos llegar a la insatisfactoria situación norteamericana, a la que tanto han colaborado unos medios de comunicación alarmistas y sensacionalistas, nuestros medios deberían, en su labor de informar y de conformar la opinión pública, tener presente que, por una vez, el modelo no está en Estados Unidos.

José Luis Díez Ripollés es catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Málaga.

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