Un soplo de vida
El aspirante republicano a la Casa Blanca, George Bush, ha aplazado por primera vez una ejecución en Tejas a la espera de un análisis de ADN. El Parlamento de New Hampshire ha decidido la abolición de la pena capital, que ha estado en vigor durante 24 años. El gobernador de Illinois ha declarado una moratoria sobre las ejecuciones en su Estado tras la exculpación de varios huéspedes del corredor de la muerte por nuevas evidencias. Otra media docena de Estados estudian medidas similares y comienzan a revisar la administración de la máxima pena, a pesar de que cuenta con el apoyo del 66% de los ciudadanos norteamericanos, el porcentaje más bajo en veinte años.A medida que aumenta el número de ejecuciones -98 el año pasado- crecen también las dudas sobre la aplicación de un castigo abolido en todas las democracias salvo India y Japón. La superpotencia norteamericana comparte este residuo de barbarie con países como Irán, China, el Congo o Arabia Saudí.
Se multiplican las evidencias de que la aplicación de la pena capital en EE UU, influida decisivamente por la política y los prejuicios, cuando no por la mera incompetencia de algunos de sus actores, es profundamente arbitraria. El poder del Estado sobre la vida y la muerte dista de ser ejercido con neutralidad. La Facultad de Derecho de la Universidad de Columbia acaba de dar a luz un estudio sobre todas las apelaciones contra la pena capital presentadas desde que se reinstauró en 1976 hasta 1995. De él se deduce un sorprendente número de errores y corruptelas. Una de sus conclusiones es que el 7% de los inquilinos del corredor de la muerte resultaron inocentes. Las discrepancias en el uso del máximo castigo son alarmantes: 131 ejecuciones en Tejas firmadas por el señor Bush, 40 veces más que en Nueva York. Los latinos y los negros lo tienen mucho peor que los blancos. Pocos acusados de crímenes capitales pueden costearse una defensa solvente, elemento crucial del sistema. Tan sólo dos Estados, Nueva York e Illinois, garantizan a estas alturas pruebas de ADN.
Cuando las estadísticas demuestran que se acaba liberando por nuevas pruebas a uno de cada siete condenados a muerte ejecutados, el debate ya no es sobre la moralidad o no de un castigo con fuertes raíces religiosas; ni siquiera sobre la dudosa eficacia en términos de ejemplaridad social y reducción de la criminalidad. La cuestión fundamental es si una sociedad avanzada puede mantener una pena irreversible con una maquinaria judicial tan averiada. Por no descender a los aspectos más sórdidos del último viaje: inyecciones letales cuya aplicación se convierte en una sesión de tortura, o sillas eléctricas que cuecen a sus ocupantes.
Casi todo está por hacer en un país donde la regla de la mayoría es sagrada y los dos aspirantes a la Casa Blanca, Bush y el demócrata Al Gore, apoyan la permanencia del máximo castigo. Pero la pena de muerte ha saltado por fin al debate público, como lo han hecho las armas en manos particulares, y es poco probable que ese resquicio se cierre sin consecuencias.
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