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Ortega y Gasset: los malentendidos sobre su figura.

Quizá pocos casos tan sintomáticos como el de Ortega y Gasset para desvelar las coordenadas de la situación política española y hacer un análisis de su evolución desde la guerra civil hasta nuestros días. Es bien sabido que el ilustre filósofo se colocó ante ésta en una imposible neutralidad, refugiándose -junto con otros eminentes compañeros de generación- en la llamada Tercera España. Tomar partido durante la guerra hubiese significado para ellos aceptar la división de las "dos Españas" -una anomalía patológica que se negaron a reconocer-, aunque la tozudez de los hechos les convirtiera en víctimas propiciatorias de los dos bandos contendientes, que no les perdonaron esa neutralidad, descargando sobre sus figuras virulenta saña. En el caso de Ortega esa saña fue especialmente contumaz y agresiva por las razones que luego veremos.Por lo demás, el caso de Ortega y Gasset pone de relieve, con meridiana evidencia, las insuficiencias de nuestro proceso de transición pacífica a la democracia. En primer lugar, porque sobre ella pesó el maniqueísmo heredado de la contienda civil; sólo que a raíz de la muerte del general Franco los términos se invirtieron, y los victoriosos de la guerra que habían dispuesto del poder político durante la dictadura se convirtieron en los malos de la película. Recuerdo con pasmo, que no ha desaparecido con el tiempo, la contestación que un amigo de tendencia bastante conservadora me dio a la pregunta que le hice sobre a quién votaría en las próximas elecciones democráticas; me dijo que él iba votar al Partido Comunista, y ante mi extrañeza, se reafirmó en su decisión con esta razón: "Sí, sí; es lo que más odiaba Franco". Es claro que el maniqueísmo heredado de la guerra civil, y mantenido con fervor por la dictadura franquista, se había instalado en su alma, aunque invirtiendo los términos con que había querido perpetuarse pertinazmente. Ahora los buenos eran la gente de izquierda, y los malos, esa derecha montaraz a la que, para mayor connotación peyorativa, se denominaba la derechona. El PSOE tuvo el acierto psicológico y político de monopolizar a "los buenos", lo que llevó a la opinión, ampliamente compartida, de que nuestra sociedad española era de centro-izquierda; con esta idea se pretendió consolidar una oposición -representada, primero, por Alianza Popular, y después, por el Partido Popular- que no tendría nunca la posibilidad de ganar unas elecciones. Mientras Fraga Iribarne fuera el líder de esa derecha, el análisis anterior tuvo el carácter de axioma y se le elevó irónicamente a "Representante de la Leal Oposición al Gobierno de Su Majestad", copiando la fórmula británica.

El problema es que los tiempos cambian, a despecho de los designios de la clase política y de sus intereses. Hoy en España han emergido nuevas generaciones que no vivieron la guerra civil ni sus consecuencias, lo que ha modificado sustancialmente la composición del electorado y de sus condicionamientos psicológico-políticos. Al mismo tiempo, la mitificación de la democracia como una utopía que resolvía por sí misma todos los problemas -lo que se generó en los años anteriores a la caída del franquismo- ha cedido el paso a la convicción de que la democracia no es más que una forma de gobierno -la menos mala de ellas quizá-, y, por lo tanto, un método para resolver los problemas, pero nunca una solución en sí misma.

Ahora bien, una vez hechas estas consideraciones, y si volvemos al caso de Ortega y Gasset, podemos apreciar lo que él mismo tiene de paradigmático de la situación descrita, lo que, por lo demás, viene a ponerse de relieve ante la dificultad que críticos y comentaristas de libros recientes sobre su figura -entre ellos mi propia biografía del filósofo- tienen para acertar con un juicio de mínima ecuanimidad. Y es que Ortega ha sido víctima del maniqueísmo antes señalado, lo que ha llevado a la incomprensión generalizada de su figura y los consiguientes malentendidos. En primer lugar, por parte de los exiliados republicanos -aquellos con los que compartió destino en Buenos Aires entre 1939 y 1942- que no entendieron ni quisieron entender su silencio político; ante esa incomprensión, Ortega decide trasladar su domicilio a Portugal, instalándose en Lisboa, e inmediatamente el exilio lanza su juicio condenatorio, por boca de Guillermo de Torre, hablando de "una deserción".

Una situación parecida va a producirse en 1945, cuando Ortega inicia tímidas incursiones en la España de Franco para tantear las posibilidades de una evolución del régimen hacia niveles de mayor tolerancia y flexibilidad. En primer lugar, recordemos que en ese año, recién terminada la II Guerra Mundial, Ortega cree que el régimen de Franco tiene los días contados tras la victoria de las democracias en la contienda. En realidad, esto es lo mismo que piensan los exiliados republicanos -en Francia, en México, en Inglaterra...-, los cuales permanecen "con las maletas hechas", como con frase tópica se dice, convencidos de que Franco cae de un momento a otro; esa convicción se acentúa en diciembre de 1946, cuando la ONU decreta la retirada de embajadores ante el régimen franquista.

El error de Ortega no consistió en pensar lo mismo, puesto que en esto estaban todos de acuerdo, sino en ponerse en acción y venir a España, para desde ella ayudar a la caída del régimen o, al menos, impulsarle hacia una evolución pacífica. A ese fin se apunta, primero, a la operación de don Juan de Borbón, que fracasa en gran parte por la falta de apoyo de los monárquicos instalados en el régimen, y después, funda un Instituto de Humanidades, en 1948, que le permita una cierta autonomía respecto a la política imperante, pero también este proyecto fracasa por el acoso de la dictadura. Ésta, que era un régimen confesional, le ataca por los dos brazos que constituían el nervio de su estructura política. El Estado mismo, a través de lo que entonces era la Dirección General de Prensa y Propaganda, baluarte de la censura, que le convierte en objeto de irrisión y escarnio (se le califica de filósofo de toreros y de señoras con abrigo de piel y como dómine insustancial). Pero también la Iglesia, continuando su tradición inquisitorial, arremete contra su figura, presentándole como un pensador ateo y peligroso para la juventud, hasta pretender incluir su obra en el Índice de Libros Prohibidos. En una palabra, Ortega se convirtió en insoportable para el régimen de Franco, de acuerdo con el maniqueísmo imperante de la época. Este maniqueísmo que encontró, como antes decíamos, su continuación durante la primera etapa de la transición de la democracia, es lo que explica la mala prensa que Ortega sigue teniendo y la dificultad para encontrar comentaristas ecuánimes que simpaticen con su figura y hagan justicia a la complejidad de sus decisiones y actitudes.

Todos los que hemos publicado estudios sobre Ortega y Gasset en los últimos tiempos hemos sentido la injusticia de esos malentendidos, de los que pretendo aquí salir al paso. Tengo confianza en que la nueva juventud sepa superar esos condicionamientos; para ellos ya no existen "buenos" y "malos"; todos podemos ser una cosa u otra según las circunstancias y las coyunturas. El maniqueísmo está dejando de existir, de la misma forma que en el ámbito internacional dejó de existir la guerra fría. Si ésta terminó en 1989 con la caída del muro de Berlín, en nuestra realidad nacional -que también ha tenido su particular guerra fría- el maniqueísmo desapareció el día en que empezaron a votar los jóvenes que no hicieron la guerra, pero que tampoco estuvieron en los avatares de la dictadura. Esperemos que Ortega y Gasset, uno de nuestros grandes filósofos españoles de todos los tiempos, se beneficie de ello.

José Luis Abellán es catedrático de la Universidad Complutense de Madrid

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