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El último imperio de cartón piedra

Hay libros de pura historia, relatos de cosas ciertas, de esos que dan cuenta de cosas sucedidas, que van más lejos, a veces mucho más lejos, del suceso que cuentan, porque alimentan con un golpe de ficción a la terca gana humana de saciar con cuentos su ansia de verdad. De paso, estos fascinantes libros, además de relatarnos sombras de fantasmales sucesos verídicos, abren en canal una de esas pequeñeces que necesitan que alguien las reviente de un navajazo que las reverdezca y en su rebrote veamos que de su pequeñez nace una enormidad.Uno de esos relatos de pura historia que se come cruda a cualquier trama novelesca, un cuento completamente ocurrido que deja que salgan de él los humos de una antigua hoguera apagada, viejo foco de bellas cenizas olvidadas, es el de Jesús García de Dueñas, que se lo sabe casi todo sobre tan intrincado asunto, sobre El imperio Bronston. No tienen sus anchas casi quinientas páginas una línea de sobra, porque toda su condición de volumen revienta de trepidantes verdades apretadas dentro, que nos cuentan cosas sucedidas ayer que vistas hoy parecen remotas leyendas, mitad celestes y mitad rastreras, mitad perfumadas y mitad pestilentes, acerca de uno de los capítulos más ruidosos pero menos oidos de la loca, rara y un poco perversa historia del cine no español hecho en España. Se lee este libro de García de Dueñas, recién editado por El Imán, como se bebe agua de una botija bien sombreada después de una travesía a palo seco de nuestro desierto cotidiano. Sin respiro, de un tirón de pura sed.

Recuerdo haber visto en dos ocasiones a Samuel Bronston, un judío ruso americanizado que supo moverse como una lagartija en los escombros del Hollywood clásico y aprendió en ellos, mientras echaba una mano a la lenta e inexorable demolición de aquel sueño universal, la forma de llevárse sus secretos a otras latitudes para allí darles nuevos días de gloria o prolongar su agonía con otros acentos. Una vez le ví al pie de los enormes paredones de escayola que mandó construir en la planicie norte de Madrid, en Las Matas, para rodar en ellos 55 días en Pekín. Era un tipo cincuentón, casi calvo, pequeño, orondo, de sonrisa apacible y aire silencioso, que, rodeado de un cerco de sonrisas dentífricas tiralevitas, miraba como un juguete el colosal decorado, última irreverencia del Hollywood decadente. Esto fue en 1962 y yo era un estudiante sin blanca enrolado de figurante en la enorme película. Volví a verle en 1988, en su patética comparecencia ante periodistas en una sala del hotel Olid de Valladolid, durante la Semana Internacional de Cine, que evocó el paso por España (además de la película pekinesa, El capitán Jones, Rey de reyes, El Cid, El fabuloso mundo del circo y, como anuncio de la del suyo, La caída del Imperio Romano) de este legendario productor, ya anciano, enfermo, reducido a espectro mudo de sí mismo. Murió poco después y pidió ser enterrado a la sombra del cartón piedra de su Pekín madrileño.

Contada por García de Dueñas, es una historia, o una novela, fascinadora la megalomaníaca y pícara aventura española de este personaje, que se movió como una anguila en las intrigas del franquismo del primer declive, al que Bronston manejó y del que se dejó manejar con suave astucia. Este apacible e insaciable contable depredador de famas ajenas usó con maestría su célebre dulzura despiadada, encumbrando la grisura del suyo sobre los nombres de puro destello de diamante de Ava Gardner, James Mason, Rita Hayworth, Bette Davis, Alec Guinness, Sophia Loren, Nicholas Ray, David Niven, Anthony Mann, Frank Capra, John Wayne, Christopher Plummer, Anthony Quayle, Charlton Heston, Philip Yordan, Robert Ryan, Jeffrey Hunter, Henry Hathaway, Robert Stack, Stephen Boyd y un ejército más (muchos de ellos españoles) de artistas libres, lumbreras del cine cobijados por Bronston a la sombra de la Corte de los Milagros franquista. Luminoso, y hasta hasta ahora casi secreto, rincón de la vieja España negra, todavía viva.

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