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Normalidad

Difícilmente distinguiríamos a Raquel y a Iria, las asesinas confesas de Clara García Casado, entre la multitud de jóvenes que, durante el fin de semana, llenan los rincones dedicados a la movida. Incluso sus nombres de pila son corrientes a fuerza de tratar de ser originales: Raquel e Iria forman parte de esa plaga de nombres bíblicos o inspirados por las telenovelas y las revistas de corazón que asola a las clases medias y que ha logrado que llamarse Carmen, Francisco, Pilar, Pablo o Lola sea considerado una excentricidad.Lo que nos repugna y nos aterroriza en este caso es justamente su vulgaridad. No hay nada que se salga de la norma en las vidas de las dos jóvenes asesinas, excepto sus deseos de matar. Es eso, precisamente, lo que nos produce vértigo y cierta turbación porque nos convierte a todos los que nos consideramos normales en asesinos en potencia.

Se ha dicho que este asesinato tiene algo inusual: carece de móvil. Pero, sin embargo, lo que se sabe de las confesiones de Raquel e Iria contradice esta afirmación. Cometiendo un crimen -el de Clara o el de otra mujer de su edad, porque les daba igual-, las dos jóvenes tenían una finalidad, la misma que lleva a otras chicas de su edad a postularse como misses o modelos o a participar en concursos televisivos: alcanzar la fama. Esa fama que hace un siglo sólo estaba al alcance de los seres geniales, de los grandes inventores y de los descubridores de prodigiosos remedios, y que ahora -como profetizó Andy Warhol-, se ha democratizado y está al alcance de cualquiera. De cualquiera que carezca de demasiados escrúpulos, claro está.

Para alcanzar la fama, Raquel e Iria mataron a Clara y, al hacerlo, descubrieron que matar no es fácil y que por barata que sea la fama se requiere a veces ciertos esfuerzos. En una memorable secuencia, Hitchkock nos descubrió una vez que el asesinato es bastante más trabajoso y sucio de lo que el cine nos tiene acostumbrados. Especialmente, cuando se carecen de las herramientas y de las facultades necesarias.

Raquel e Iria prepararon todo como habían visto mil veces en la televisión: elaboraron una minuciosa coartada y usaron guantes de látex para ocultar las huellas. Pero luego supieron que un cuchillo mal afilado no entra fácilmente en la carne y que, al contrario que en las películas, la muerte tarda demasiado en llegar. Tuvieron que luchar mucho para tratar de decapitar a Clara con un arma tan deficiente. Lo que vieron tuvo que ser horrible, pero no parece que les llamara a la compasión ni al arrepentimiento. Un asesinato tan sórdido como éste suele ir acompañado de unos ingredientes que no se dan en este caso: locura, celos, odio profundo... Lo raro es que se produzca con frialdad, haya sido meditado durante semanas e intentado previamente. Conocíamos la existencia de crímenes similares, pero las noticias nos llegaban siempre de países lejanos.

Antes todo lo malo ocurría fuera. También nos era ajeno el linchamiento. Tan ajeno que hasta tuvimos que importar la palabra del inglés. Y, sin embargo, ya no es raro ver intentos de linchamiento a la hora del telediario en geografías tan familiares como las de El Ejido, Lepe o San Fernando, en donde parece que hay jóvenes dispuestos a hacer pagar el crimen a las familias de las asesinas.

Todo esto da mucho miedo.

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