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Tribuna
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Ser simpático

Elvira Lindo

Hay que ser simpático. Antes, el escritor podía ser huraño, podía escribir y luego marcharse huyendo de la propia estela que dejara su obra, como dicen que se iba Baroja, huyendo sobre todo del miedo vergonzante que pueden dar las malas críticas. Antes, el escritor podía querer ser el centro del corazón de la ciudad, como le ocurría a Truman Capote, o darse por muerto antes de morir, como Salinger. Antes, el escritor podía ser tímido, pero tímido de verdad, no como tantos que dicen serlo y no hay quien les calle. Y sufrir ante la pregunta de un periodista, y ponerse rojo, y sentirse intimidado ante las miradas de los otros.Pero ahora hay que ser simpático. Se lo deberían advertir a muchos jóvenes que quieren ser escritores. O a lo mejor ya lo saben porque están hartos de ver a gente simpática promocionando sus libros. Ahora el escritor ha de ser simpático y saber promocionar su libro y contar el argumento en dos frases ingeniosas, y estar al servicio de la prensa, y tener frecuentemente un encuentro entrañable con los lectores.

Llega la Feria del Libro y el escritor no ya es que tenga que ser sólo simpático, es que tiene que ser súper, supersimpático. Tiene que pensar que cualquier apreciación que venga de los lectores es inteligente, aunque el lector se ponga a veces impertinente, aunque aproveche la oportunidad de tenerle delante para decir primero lo que le gustas y segundo unas sutiles amenazas que suelen repetirse: no vayas a estropearte con el éxito, a ver si se te va a subir a la cabeza, a ver si te va a pasar como a...

Ocurre que llega la Feria del Libro y que el escritor/a no todos los días es simpático; es más, hay días que coincide su mal humor con la propia Feria de Libro, y ahí se ve el escritor, con una sonrisa que a veces le cuesta algún mareo. Pero es que si a esto se añade que ese escritor/a escribe cosas cómicas, entonces, tanto editores como lectores como el librero piensan que dicho escritor/a ha de ser súper, súper, supersimpático. Y en ese esfuerzo, psicológicamente sobrehumano, se pone uno a sudar durante dos o tres horas. Si el escritor firma poco, la sonrisa le hace parecer un tipo algo descentrado, porque sonríe a ratos, cuando ve pasar algún lector que se apiade de él, pero si el escritor firma mucho, el estar sonriendo y firmando sin parar le hace perder a veces el sentido del equilibrio.

El asunto está en que el lector se ha convertido en un cliente, y el escritor, en el comerciante de su propia obra, así que, siguiendo el viejo principio de que el cliente siempre tiene razón, uno debe aceptar ese acercamiento aunque a veces pueda resultar intimidatorio, aunque a veces exista un gran malentendido entre lo que el lector lee y lo que el escritor escribe. "¿De qué te quejas? Es el precio del éxito", puede escuchar alguna vez el escritor, y uno adivina que detrás de estas palabras siempre hay una ligera venganza por quien cree que el éxito merece un castigo.

Hubo un tiempo en que el escritor estaba lleno de secretos. No siempre se veía su foto en la solapa de un libro. Cuando éramos niños, casi no reparábamos en el nombre del autor, luego empezamos a reparar en las fotos, y más tarde descubrimos las biografías, donde se desvelaban algunos de los misterios de esa caja negra que empezaba a abrirse cuando el escritor moría. Hubo escritores muy amantes de lo social, pero tampoco era una exigencia que se sumara obligatoriamente a su profesión; había otros que, a pesar del éxito, gozaban de un deseado anonimato, como Patricia Highsmith, tan misteriosa finalmente como sus propios personajes.

Incluso un escritor adorado por niños de todo el mundo como Roald Dahl no se prestaba a dar charlas en las escuelas salvo que sintiera de pronto un impulso, y se presentaba por sorpresa en un colegio para marcharse dejando para siempre un recuerdo mágico.

No había charlas obligatorias para que los niños conocieran de cerca al autor, no había que rendir pleitesía a quien decide libremente leer tus libros. Es posible que esto le hiciera al autor ganar menos dinero, pero en cierto modo también le hacía más libre. Y yo, en esta era de la simpatía, quiero ser libre para decir que no siempre me siento con ganas de ser simpática.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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