Ocho toques de Raúl
Al final del segundo tiempo el Madrid llevaba dos goles de ventaja, había metido la Final de Saint Denis en el congelador, y al partido sólo le faltaba el broche. Entonces, por si el problema tenía solución, Piojo López pidió un saque corto desde la esquina izquierda y ajustó un centro muy tocado sobre el punto de penalti para aprovechar alguno de los recursos extremos del Valencia: el salto en suspensión de Gerard, la última diagonal de Mendieta o el soplo de inspiración de cualquiera de los otros llegadores del equipo.La pelota pasó como una peonza por el flequillo de Angulo y fue a caer tres metros más allá, a la salida del área pequeña. Savio la destempló con el interior del empeine, alzó la cabeza, vio la desgalichada figura de un compañero que había conseguido escabullirse más allá del último defensa, y le mandó al espacio libre uno de esos raros meteoritos brasileños que es inevitable perseguir. Ahora podía reconocerle: el compañero era Raúl.
Mucho tiempo atrás, cuando Raúl empezaba a asomar por las gateras del barrio, en Buenos Aires estaba a punto de ocurrir uno de esos pequeños incidentes que hacen grande un campeonato. En un Boca-River, el destino ponía el desenlace en manos de las dos figuras del momento: con la pelota, en la boca de gol, Diego Maradona; ante él, firme como una escultura, Pato Fillol.
Diego preparó su despliegue para terminar la jugada. No le sería fácil; en aquel momento, detrás del Pato estaban Amadeo Carrizo y Antoñito Roma; la crema de la estirpe criolla de grandes arqueros. Como en las conversaciones entre pistoleros, uno debería adivinar en cada gesto las intenciones del otro, pero en este caso los espectadores podían tener una certeza: nadie era capaz de aguantar más que El Pato. Descompuesta en estampas, la secuencia fue así: Maradona amagó un quiebro, y El Pato se quedó inmóvil; Maradona cambió el perfil, y El Pato se quedó inmóvil; Maradona ofreció la pelota y... y El Pato levantó el vuelo. Cuando volvió al piso, Diego, la pelota y el partido se le habían escapado por la costura de las manoplas.
De madrugada, con el desgarro de un cantor de tangos, cuando aún se sentía como un autobús sin frenos que hubiera volcado sobre un vertedero, El Pato explicaba el incidente a los periodistas.
-Che, me hizo pasar como un colectivo.
Años después, con ocasión de una visita a España, Diego vio al Real Madrid y, con el olfato que los lobos tuvieron siempre para los lobos, le hizo a Jorge Valdano, su entrenador, un comentario profético sobre cierta luminaria juvenil que algunos se resistían a aceptar.
-Ese Raúl es una cosa seria, che. ¡Qué pedazo de jugador!
Como la leyenda de Pancho López, el héroe de la canción popular mexicana, la vida de Raúl comenzó a desbordarse: publicó su primera biografía a los diecinueve años, y con veintidós había sumado dos Ligas, un trofeo Pichichi, treinta convocatorias a la selección absoluta, una boda, un hijo, una Copa de Europa, una Intercontinental y millares de candidaturas, homenajes y artículos.
A finales de mayo del año 2000 había sido designado de nuevo Mejor Jugador Español de la temporada, y de pronto estaba participando en su segunda final de Liga de Campeones en el Estadio de Francia, y Savio conseguía domesticar un centro envenenado que había caído del flequillo de Angulo, y seguidamente entregaba una pelota magnética según los principios de Mané Garrincha y Vinicius de Moraes.
Entre todos los defensas valencianistas, sólo Miroslav Djukic decidió perseguir a Raúl hasta las últimas consecuencias. Cañizares, fiel a la escuela intemporal de guardametas que abrieron Carrizo, Roma, Banks, Iríbar, Zoff y Maier, retrocedía hasta la bocana del área pequeña, descontaba tres pasitos para achicar el ángulo y decidía esperar el duelo a pie firme. Interpretaría el arte de aguantar, mientras Djukic se replegaba con la desesperación del superviviente.
Raúl adelantó la pelota para dar velocidad a la escapada. A continuación tocó, una, dos, tres, cuatro, cinco veces, siempre con la zurda, siempre en el cierre de la cuarta zancada. Finalmente miró de reojo a Djukic y, en la urgencia del mano a mano, amagó, recortó y tiró.
Para el Valencia el desenlace resultó catastrófico: Fillol diría que a Cañi le hizo pasar como un colectivo y a Djukic como un tren descarrilado.
Luego dio la vuelta olímpica, desplegó una bandera, se fue a porta gayola y le pegó cuatro verónicas de durse a un toro imaginario. En ese preciso instante supimos que no proviene de la lámpara de Maradona ni de la escuela de samba de Pelé.
Con permiso de Juan Belmonte, desciende de Joselito El Gallo.
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