Romario en el escenario
La teatralidad de la brasileña Elisa Lucinda alegra un festival de poesía algo protocolario
El miércoles por la noche el fútbol estaba desterrado del Palau de la Música Catalana, donde tenía lugar el XVI Festival Internacional de Poesía de Barcelona, la guinda del ciclo Barcelona poesia. Muchos hubieran querido que esa noche estuviese desterrado del planeta, y no por estar contra el deporte. Por eso las risas sonaron algo quebradas cuando el organizador, el poeta Àlex Susanna, agradeció al Barça "la delicadeza de no haber pasado a la final", cosa que sin duda hubiese impedido el lleno que registró el Palau.Vamos a hablar del espectáculo. Primero, de la escenografía de Iago Pericot, anunciada a bombo y platillo. A tele y sombrilla, hubiese sido mejor, pues ésos eran los elementos que la conformaban: 24 pantallas catodizando la imagen de una boca abierta en el momento de decir "¡oh, es él!" y 13 sombrillas blancas, modelo Vinçon, protegiendo a los poetas de unos malos tiempos que parecen haber pasado a la historia. Después, en el primer relevo entre Sarsanedas y Guillermo Carnero (cumplidores ambos), se vio que la boca se movía (para pronunciar sin voz la voz poema en dialecto tortosino, aunque también podía estar diciendo "polèmic" o "en volem més").
Segundo, de la vestimenta. Porque a lo solemne de un evento serio como éste contribuye sin duda la sobriedad del traje oficial de poeta, que para la ocasión compensa el negrísimo habitual con una leve policromía (beis, gris, blanco), aunque tres de los caballeros se permitieron la desfachatez de presentarse desencorbatados: el libanés Abbas Baydoun, el cubano Ramón Fernández Larrea (sustituto, aunque nadie lo hubiera dicho, de la indispuesta Reina María Rodriguez) y el autóctono Raimon Ávila (acorde con su definición de poesía: "Administració homeopàtica de bogeria que salva"). Claro que la palma se la llevaba el gallego Ramiro Fonte, ataviado de representante de pompas fúnebres (y no obstante aplaudido por su poema en memoria de Auschwitz), en dura competencia con el chipriota Michalis Pieris (cuyo griego platónico sumió al respetable en el temor de la caverna). El mallorquín Bartomeu Fiol y el valenciano Jaime Siles tienen demasiada humanidad para fijarse en esos detalles, así que ambos prefirieron ser recordados por recitar con clase (y derroche de cuerdas vocales, el primero) su buena poesía.
A propósito de ellas
Tercero, de ellas. Porque dos iban de negro riguroso pero elegante, aunque a la quebequesa Hélène Dorion le sirvió para esconderse tras su vocecita y en cambio a la croata Sibila Petlevski para electrizar al público con su interpretación de Cruella de Vil: susurrando en croata y maldiciendo en inglés, se la veía a punto de lanzar una imprecación que mandaría a todos los presentes al infierno en una nube de sulfuro. En cuanto a la brasileña... ¡Ah, la brasileña! Eso no era poesía, eso era teatro, cabaret, revista. Cubriendo apenas su piel de color arena de Copacabana al atardecer con un vestido muestra de Ariel lava más blanco pero encoge, y encima un chal ante cuyo verde chillón Crivillé pasaría de 0 a 100 en medio segundo, Elisa Lucinda demostró en 10 minutos de show total por qué dirige una escuela de recitar: se acercó al estrado contorneándose, pasó de largo para acercarse más al público, se despojó del semáforo, se sentó en una de las pantallas, se levantó... y se lanzó a un recitado explosivo, colorista, gestual, culebronesco. De memoria, por supuesto. Riendo, llorando y suspirando, hablando del drama de las meninas da rua y de la torpeza de los hombres en el amor. Se metió al público en la vuelta del vestido. ¿Que eso no era poesía? ¿Pero no íbamos a hablar de espectáculo?
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