Convergència, Mas, Unió JOAN B. CULLA I CLARÀ
Desde que, allá por 1994-95, comenzó el eclipse político de Miquel Roca, la coalición formada por Convergència y Unió ha presentado un rasgo singularmente asimétrico. Mientras Unió Democràtica poseía un liderazgo claro, fuerte y en explícita disposición de comerse el mundo, Convergència Democràtica ofrecía un aspecto multicéfalo: Xavier Trias de número dos en la Generalitat, Pere Esteve de lugarteniente en el partido, Joaquim Molins de delegado para la política española, luego Trias en Madrid, Mas en el Consell Executiu... Y por encima de todos y de todo Jordi Pujol, claro está. Pero Pujol no ha sido nunca el homólogo convergente del Duran democristiano, sino el líder global de la coalición y de un movimiento que trasciende a ésta, alguien que está -por edad, por biografía, por currículo político- au-dessus de la mêlée. Así pues, en términos estrictos de partido y en clave de futuro CDC se hallaba en clara inferioridad ante UDC: cuando la segunda promovía a un solo delfín, la primera alimentaba a todo un delfinario.Es sin duda el reconocimiento de esta dispersión y de la necesidad de corregirla lo que explica el golpe de efecto del pasado fin de semana: el anuncio de Pere Esteve de renunciar a la reelección como secretario general si Artur Mas se resuelve a asumir esa responsabilidad en el congreso del próximo noviembre. Según todos los indicios, se trataría de concentrar las apuestas convergentes en la casilla de Artur Mas, de sumar a la cartera de Economía y al cargo de portavoz del Gobierno la dirección orgánica de CDC, con objeto de realzar al máximo el perfil y la proyección de aquel que tarde o temprano, de un modo u otro, deba disputar con Duran Lleida la eliminatoria final del torneo por la herencia política de Pujol. Si el líder democristiano tiene en una mano la consejería y en la otra a su partido, que Mas disponga de idéntico equipamiento, debieron de reflexionar en el vértice de Convergència.
Apenas comunicado a la opinión pública, el presumible cambio de titular en la secretaría general convergente ha ido seguido de enfáticas protestas sobre su alcance estrictamente doméstico e intrapartidario. Con parte de razón porque, de confirmarse, sería la primera vez en sus 25 años de vida que CDC consigue designar, con la decisiva aquiescencia del número uno y el consenso de los distintos sectores, a un heredero de la corona cuya investidura, al mismo tiempo, supone y simboliza el relevo de la generación fundacional y un espectacular rejuvenecimiento del liderazgo. Durante los últimos lustros, la excepcional personalidad y la insólita duración del mandato de Jordi Pujol, la incidencia de ciertos avatares políticos desgraciados y también alguna muerte prematura han ido apartando del camino a todos aquellos dirigientes de la primera hora (Ramon Trias Fargas, Miquel Roca, Josep Maria Cullell, Macià Alavedra...) que, en un momento u otro, pudieron albergar expectativas sucesorias. Hoy, el escalafón ha corrido tanto que el inminente número dos es 26 años más joven que Pujol, se forjó en la Administración encabezada por éste y declara militar en Convergència desde 1987, cuando hacía ya siete años que regía la Generalitat su actual presidente. Trascendental para cualquier organización, un cambio de timonel como el que Convergència empieza a esbozar lo será todavía más, si cuaja, para una cultura de partido moldeada en un cuarto de siglo de pujolismo.
Asunto interno, pues, pero también asunto externo, como ha puesto en evidencia con inoportuna rapidez el propio Artur Mas al conminar a Unió Democràtica a escoger entre la fusión o la subordinación. Francamente, apenas 24 horas después de su prenominación, cuando el consejero de Economía ni siquiera había aceptado aún la invitación dominical de Pere Esteve, no se me alcanza qué necesidad tenía de provocar a los democristianos mentándoles la bicha de la fusión y desencadenando la subsiguiente retahíla de amenazas y exabruptos. A no ser que, en determinados círculos convergentes, se considere el encontronazo con Unió como una especie de reválida antes de alcanzar la jefatura y Artur Mas hubiera de someterse a este rito de paso. Si fuese así, me parecería un error. Porque es del dominio público que, sin Pujol, la entente CDC-UDC va a ser endiabladamente difícil de preservar, de reformular y de gestionar, pero ello resultará imposible del todo si, a las primeras de cambio, Convergència hace buenos los más arraigados temores de su histórico socio y amaga con absorberlo de un zarpazo. Este asunto debería llevarse con exquisita cautela, con más maña que fuerza, siendo todos conscientes de que la partida se juega sobre el tablero de la imagen y de la opinión pública y que será ella, no los militantes, la que decidirá el ganador. Y en estos ámbitos, Duran Lleida posee cierta ventaja. Basta observar cómo ha conducido hasta ahora el caso Pallerols, o recordar su reciente fichaje de Francesco Cossiga como asesor del Instituto Catalán del Mediterráneo. Cossiga, el maestro del florentinismo político en la patria de Maquiavelo. ¿Habrá tomado Duran de él algunas lecciones particulares?
Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UB.
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