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La ayuda al desarrollo y la Administración española

En los últimos meses han aparecido en la prensa diversos artículos que recogían supuestas reorganizaciones en los órganos gestores de la ayuda internacional al desarrollo en la Administración española. En unos, el Fondo de Ayuda al Desarrollo (FAD), del Ministerio de Economía, pasaba al Ministerio de Exteriores; en otros, era la Secretaría de Estado de Cooperación, de Exteriores, la que pasaba a Economía. Finalmente, la reestructuración de departamentos ministeriales no ha afectado a la organización de la ayuda al desarrollo. El origen de dichas informaciones procedía, probablemente, de los funcionarios de los cuerpos técnicos de ambos ministerios, que trataban de ampliar así sus menguantes competencias reales.El antagonismo competencial en temas de desarrollo entre los Ministerios de Economía y Exteriores, al que tan aficionadas son las ONG, constituye, sin embargo, desde mi punto de vista, un dilema falso. El verdadero problema es el de la eficiencia y ése es el que hay que enfocar adecuadamente, tomando en consideración distintos aspectos; el primero y principal: las necesidades de los países más atrasados para salir de la pobreza; el último: los intereses corporativos de los funcionarios españoles.

Para reforzar la necesidad de que España, al igual que los demás países desarrollados, acreciente su ayuda al desarrollo conviene resaltar cómo con el proceso de globalización se está acelerando y haciendo más perceptible la falta de equidad en el crecimiento que genera el sistema económico vigente. La globalización produce mucha más riqueza, pero ésta se concentra en una zona reducida del planeta, donde habita sólo un 15% de la población mundial, unos 900 millones de personas; por ello está aumentando la desigualdad de ingresos con los habitantes de los países menos desarrollados.

Al final, esa minoría que formamos los confortablemente instalados en un mundo que produce un exceso de cosas útiles, y sobre todo superfluas, estamos denegando a más de 2.000 millones de personas (que no disponen ni de 1 dólar diario) sus necesidades y derechos humanos básicos. Sobre esta situación se pronunciaba hace pocos días en este diario M. Camdessus, el ex director del FMI, señalando que "si hay un peligro capaz de hacer estallar este sistema es la pobreza y las diferencias enormes entre pobres y ricos que ha generado".

Las desigualdades que crea la globalización requieren más ayuda al desarrollo.- Este modelo de crecimiento es insostenible a largo plazo por las tensiones, conflictos y deterioro medioambiental que genera, y como además no existen, como recordaba hace pocos días José A. Alonso en un artículo en estas mismas páginas, mecanismos correctores de las desigualdades a nivel mundial, como el Fondo de Compensación Inter-Territorial en España o los Fondos Estructurales Europeos, no queda más remedio que aumentar drásticamente la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD). Ésta no deja de ser, en el contexto mencionado, un sucedáneo teñido de compasión, pero es indicativa de la mayor o menor voluntad política de afrontar de inmediato uno de los temas más importantes al que se enfrenta colectivamente la humanidad.

En lo que respecta a la política de ayuda al desarrollo de España, se le suelen achacar dos tipos de críticas. La primera es la insuficiencia de su cuantía (0,25% del PNB, comparado con el 0,34% de media en la UE), a pesar de que ha estado creciendo en los tres últimos años, compensando así la disminución que experimentó en los tres anteriores. Cualquier Gobierno tiene que ser aquí sensible a una sociedad civil pujante en este área, a través de las ONG de desarrollo (ONGD) y que ha logrado, por primera vez en la historia de la España democrática, reunir un millón de firmas para pedir la condonación de la deuda a los países más pobres. Por otro lado, es una sociedad civil que donó el pasado año 25.000 millones de pesetas para los damnificados del Mitch en Centroamérica, por lo que tiene fuerza moral para pedir una reasignación del destino de sus impuestos en esa misma dirección.

La segunda crítica tiene que ver con el hecho de que el Ministerio de Economía gestiona una serie de recursos (FAD y Deuda) que tienen la consideración de AOD, aunque se gestionan básicamente con criterios comerciales. En este punto creo que las ONGD no han enfocado adecuadamente sus críticas, por lo que están incidiendo sin resultados en un conflicto competencial del MAE, que no es muy relevante para la ayuda al desarrollo, sin percatarse de que la raíz del problema está en la ineficiente gestión que se realiza de la ayuda dirigida a combatir la pobreza.

El antagonismo entre Exteriores y Economía es un falso dilema.- Los créditos concesionales FAD se utilizan legítimamente para fomentar las exportaciones de equipos y servicios, dentro de una correcta política de apoyo a la internacionalización de las empresas españolas. Por ello se tienen que dirigir a países que los demanden y puedan repagarlos. Además, estos créditos ayudan al desarrollo de los países destinatarios y por eso existe la convención de que todos los países donantes los contabilizen parcialmente en sus estadísticas de AOD. De ahí no puede, sin embargo, derivarse la petición de que los créditos FAD se reorienten primordialmente al objetivo de combatir la pobreza, para lo que no son en absoluto el instrumento adecuado, pues entonces tendrían que convertirse y gestionarse como microcréditos, a la vez que habría que desarrollar y dotar nuevos instrumentos para el fomento de las exportaciones

La insistencia en la "necesidad de unidad en la dirección política de la ayuda", para acabar demandando que, finalmente, los créditos de fomento a la exportación se supediten al criterio de Exteriores, no deja de ser una cortina de humo corporativista. La unidad de dirección política, en un tema que es mucho más complejo, la da un Gobierno que, si tiene voluntad política para priorizar la ayuda al desarrollo de los países pobres, la dotará adecuadamente y la coordinará con otras políticas, como la de inmigración, que están mucho más relacionadas con ese desarrollo que las exportaciones españolas.

Las ONGD no deberían, pues, centrar su esfuerzo en conseguir esa ficticia unidad de dirección para el MAE, sino centrarse en el verdadero problema de fondo y forzar una respuesta satisfactoria a la pregunta clave pendiente: ¿quién y cómo debe gestionarse la ayuda al desarrollo para que sea más eficiente?

Una ayuda más eficiente requiere una Administración distinta.- La Ley de Cooperación acabó responsabilizando al ministro de Exteriores de la dirección de la política de cooperación, gracias a la presión de las ONGD, y no precisamente por su liderazgo en el tema. Pero esa responsabilización política al ministro (no al ministerio), por delegación del Gobierno y no competencial, no implica -ni mucho menos- que su gestión tenga que ser asignada a los funcionarios del Cuerpo Diplomático, ya que, si la ayuda al desarrollo tiene como finalidad combatir la pobreza, ¿son los diplomáticos, por vocación y preparación, los profesionales más adecuados para esa tarea?

Lo que la cooperación al desarrollo requiere son, básicamente, conocimientos específicos de salud, educación, infraestructuras, género, microfinanzas, medio ambiente, etc., y generales de desarrollo económico, ámbitos todos ellos que están muy alejados de las habituales prácticas diplomáticas.

Por otro lado, se da la paradoja de que la Administración española, que se ha dotado de numerosos cuerpos especializados (algunos de los cuales tienen hoy poco contenido económico o muy reducida trascendencia social), no dispone, en cambio, de funcionarios preparados para administrar unos recursos cuya cuantía supera los 200.000 millones de pesetas al año, ni la posibilidad de contratar para ello a profesionales competentes. La gestión de la ayuda al desarrollo la tiene encomendada la Agencia Española de Cooperación Internacional (AECI), que es el organismo en el que se transformó en 1988 el antiguo Instituto de Cultura Hispánica, que estaba adscrito al MAE.

En la práctica, la AECI está dirigida por funcionarios del Cuerpo Diplomático, con una alta rotación, sin que, en cambio, puedan trabajar en su sede central de Madrid los responsables contratados para las oficinas técnicas de cooperación (OTC) en los países en desarrollo, que son los que más experiencia real tienen. Estas oficinas están, además, adscritas a las respectivas embajadas, y sólo tienen una dependencia funcional de la AECI, lo que, sin duda, complica y resta eficiencia a su gestión.

Es, pues, necesario, como se ha señalado, que aumenten los fondos de la ayuda al desarrollo, pero es, además, imprescindible que se adopten diversas medidas decisivas para asegurar el uso eficiente de los recursos públicos. Con respecto a la AECI, viene reclamándose insistentemente desde que se aprobó ¡hace ya dos años! la Ley de Cooperación su reforma y potenciación, pero ésta debe afectar asimismo a la Secretaría de Estado de Cooperación, de quien la AECI depende y que no dispone ni de la estructura ni de los medios para poder desempeñar las misiones que tiene encomendadas.

Lo determinante en esta reestructuración será que se diseñe, no con criterios corporativistas, sino para que pueda actuar eficientemente. Para ello será imprescindible la incorporación, a todos los niveles de la Secretaría de Estado, de funcionarios de cualquiera de las administraciones públicas, con conocimientos y experiencia en los ámbitos referidos del desarrollo, según el modelo experimentado con éxito en la Secretaría de Estado para la Unión Europea, que está conformada por funcionarios de los diferentes departamentos ministeriales afectados. Asimismo, es necesario que se contraten en la Secretaría de Estado de Cooperación y en la AECI profesionales con experiencia, procedentes de OTC, ONGD y empresas de ámbito internacional. Sólo con estos recursos humanos adicionales y con un esfuerzo de formación continua en la AECI podrá llevarse a cabo una verdadera reforma en profundidad de la administración del desarrollo que permita gestionar con eficiencia los recursos adicionales necesarios.

Martín Gallego Málaga es economista e ingeniero.

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