Apocalipsis perfumado
Hubo este año en Cannes muchas, demasiadas para verlas seguidas, películas apocalípticas, de esas que anuncian, y son creíbles, malos tiempos. No creo que tenga la cosa nada que ver con que vivimos en el final del siglo XX y del segundo milenio, pero algo debe haber. Las antenas de la oferta de cine son muy sensibles a lo que la gente pide en sus silencios, y la fuente de la negrura debe haberse crecido con la doble vuelta de tuerca cronológica, porque la paliza de cine pesimista que aquí nos han dado ha sido tan dura, que hubo días difíciles de aguantar sin descolgar la mirada de la pantalla. Cine lleno de arrepentimientos sagrados, de mandatos expiatorios, de sacrificios bíblicos, de reminiscencias sórdidas del, otras veces tan gozoso, infierno de este mundo.Los rasgos apocalípticos dominantes en el lote de cine elegido tienen donde agarrarse en las películas occidentales. Por ejemplo, Infiel, Dancer in the dark y Código desconocido. Pero su mayor agresión nos miró desde los ojos almendrados del cine asiático; y no hace falta decir que un apocalipsis japonés o chino es siempre más perverso y refinado que el que proviene de latitudes más occidentales y por tanto más ingenuas. Y si la violencia del rechazo del cine europeo a la agresión de los laboratorios de nuestro futuro es clara, la del rechazo del cine asiático al destino prefabricado de sus destinatarios es más que violenta, es virulenta.
Si hace cosa de 10 años a los enviados especiales a estos concursos de ficciones nos tomaban el pelo de vuelta a casa por el eco de nuestras alabanzas a alguna película o director chino o iraní que había dado la campanada, ahora nos recibe el silencio de la perplejidad, porque aquella campanada se ha convertido en un concierto de carillón. En Cannes invadieron las pantallas una decena de películas asiáticas, todas ellas de excepcional calidad y, por supuesto, llenas de una espesa negrura. El cine de aquí y más el del otro lado del mundo nos augura malos tragos. El optimismo globalizador de los políticos ha obtenido este año en las pantallas de Cannes una respuesta unánime completamente feroz: esa patraña del pensamiento único y su marco de la globalización es representada como una emboscada de los de siempre (unos cuantos forrados de papel verde) contra los de siempre (millones de parias sin forro alguno).
El cinismo global y el pensamiento idiota tienen también sucursales en Cannes. Es un festival serio, aguafiestas, pero también cínicamente conformista en ocasiones, porque juega a dos barajas, y esto porque no hay tres. Insisto en que los fetichismos numéricos de la cronología son azares, pero el hecho es que el cambio de siglo, de milenio y de jefe van a coincidir en Cannes. Gilles Jacob, ex periodista convertido en uno de los hombres más poderosos de Francia al haber creado casi de la nada el enorme y oscuro tinglado que se mueve bajo las fachadas del glamour de La Croisette, se va a su casa, se jubila. Y mientras se retira cuenta de qué va esta enormidad que él se ha sacado de la manga: "Hace un cuarto de siglo, el festival era financiado en un 95% por dinero público y en un 5% por dinero privado. Hoy la relación es de 50 por 50, mitad y mitad. Por eso, un cóctel entre espónsores, concesiones mediáticas y atención a cineastas exigentes es más indispensable que nunca. Traer a Madonna nos permite, paradójicamente, dar a conocer a cineastas como Hou Hsiao Hsien", el más secreto de los hombres del cine actual. Esta duplicidad o ambivalencia o esquizofrenia define a Cannes a la perfección. Mientras en la pasarela se pasean ante una multitud pasmada los últimos perfumes y se dejan ver las puntas de los pezones de moda, en las salas oscuras un puñado de cinéfilos se queman las pestañas en las hogueras del más puro y duro celuloide intransigente; y un arte en plena libertad es cercado por un toma y daca completamente cínico.
Cínico y despótico. Hay una variante del mito del aprendiz de brujo, o del regador regado, que ocurrió aquí hace dos años. Gilles Jacob salió un instante de su palacio o su búnker y olvidó dentro de él, en la mesa del despacho, su tarjeta de acreditación. Cuando quiso volver a entrar se encontró con la mirada de pedernal marsellés de un guardia de seguridad armado con las férreas instrucciones que el propio Jacob le había dado de no dejar pasar a nadie sin acreditación. Jacob gritó, esgrimiendo su pasaporte: "Soy Gilles Jacob". Los ojos del pasma no se inmutaron: "Y yo, Charles de Gaulle". El gran jefe no pudo atravesar su propia muralla protectora.
Babelia
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