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53º FESTIVAL DE CANNES

Haneke desvela los inquietantes signos del 'Código desconocido' de un nuevo fascismo

Buenas aportaciones al concurso del sueco Roy Andersson y del francés Arnaud Desplechin

ENVIADO ESPECIALNueva, y nuevamente oscura y durísima, metáfora del austriaco Michael Haneke, que ya levantó hace tres años oleadas de malestar con la terrible lucidez de Funny games. La capacidad de Haneke para ponernos ante los ojos indicios de la verdad de lo que se está cociendo en el, cada día más viciado y explosivo, subsuelo social y moral de Europa no tiene equivalente hoy. Hay que remontarse a la Alemania de entreguerras para oír una voz capaz de denunciar el nazismo y, sobre todo, a Bertolt Brecht, maestro de Haneke. Cine muy complejo, nada cómodo, indispensable.

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Otros dos títulos completaron la densa jornada de ayer, penúltima del concurso. Uno es el filme sueco Canción de la segunda planta, dirigido por Roy Andersson, un veterano que sólo ha hecho dos largometrajes, uno en 1969, Una historia de amor sueca; y otro en 1975, Giliap. Después hizo un par de cortometrajes y paren ustedes de contar, lo que convierte a Andersson en un cineasta casi escondido, ya que con tan escasa obra logró alcanzar la fama pero no se aprovechó de ella. Ahora, después de 25 años, vuelve al largometraje y se le nota tan inspirado como desentrenado. La película comienza muy bien, ofrece imágenes de estructura expresionista muy originales, de gran singularidad, y Andersson organiza gags esperpénticos muy eficaces, lúgubres y virulentos. Pero el filme pierde la gracia y el ritmo en la zona final, donde se hace algo reiterativo, cosa grave siempre pero más en una película con ritmo de farsa, y el juego acaba por debajo de donde comenzó, descenso que en el cine cómico es una irreparable fuente de decepción.También tiene rasgos de rareza y singularidad Esther Kahn, coproducción franco-británica dirigida por el francés Arnaud Desplechin, que cuenta minuciosamente el proceso de formación de una actriz en los teatros del Londres de finales del siglo pasado. Toda la película es una monografía dedicada a la joven Summer Phoenix, que encarna a una adolescente judía con rasgos de autista, siempre encerrada en sí misma e incapaz de crear flujos de comunicación con los demás. La muchacha descubre un día casi casualmente que esa cárcel íntima se abre cuando habla desde un escenario y que interpretar equivale en ella a vivir. Así, desvelada su identidad, la chiquilla inicia una larga e intrincada conversión en actriz, una forja en la que es orientada por un viejo actor alcohólico que interpreta maravillosamente el británico Ian Holm. El dúo entre éste y Summer Phoenix es una pequeña joya, que pierde algo de brillo al final, por un embarullado exceso de metraje que dilata inútilmente el desenlace, que requería viveza de ritmo y prontitud.

La condición de difícil que tuvo el cine de ayer se acentuó en Código desconocido, que dejó muda, desorientada a mucha gente, aunque era perceptible que la pantalla había golpeado la sensibilidad colectiva con un seco puñetazo, no fácil de encajar, hecho de imágenes sin precedentes, en las que no hay manera de moverse con la brújula de ver cine convencional, cine de ficción dramática o narrativa. Código desconocido discurre en otros cauces, va por otros derroteros. No es un drama o un relato, ni tampoco es un documento. Es una estructura poética y escénica inédita, casi abstracta, consistente en la representación de una serie sucesiva de hilos inconcretos, de hilachas sueltas y aparentemente elegidas de manera arbitraria, de las que la imagen tira y nos lleva al interior de rincones oscuros y desconocidos de la vida cotidiana en una ciudad europea de ahora. Es París, como podía ser Viena o Madrid.

Violencia esencial

Lo que la cámara de Haneke -siguiendo el cauce conductor de una Juliette Binoche de nuevo actriz insuperable- descifra es un código desconocido de signos, o de indicios, que conducen a algo inconcreto e inquietante que se asoma a la pantalla en las conductas, estrictamente ritualizadas, de una veintena de personajes. Es el indicio de que una silenciosa violencia esencial -no un estallido violento accidental, no la intromisión estruendosa de un suceso sangriento, no una explosión animal humana desintegradora, sino otra cosa más insidiosa- está anidando calladamente en el interior de la normalidad de nuestra vida cotidiana. Y está convirtiéndose en parte de ella, en un rasgo natural del comportamiento y de los roces entre comportamientos.

Lo que se adivina agazapado detrás de estos trozos o destrozos de vida cotidiana atrapados por la cámara de Haneke -sin aparente orden, pero al final descubrimos que siguiendo en realidad un orden exacto, conformando un lenguaje e incluso un metalenguaje- es algo difícil de expresar pero que pone los pelos de punta. Son brotes de horror dispersos, arrancados del subsuelo de una sociedad y una forma de vida en trance de desintegración. Pisamos el suelo movedizo del retorno a un nuevo fascismo y Haneke nos proporciona el código con el que orientarnos en el laberinto de este territorio inestable de una vuelta hacia atrás asustante de la historia de Europa.

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