"Que a nadie importa si naciste honrao".
La próxima vez que vaya a comprar dejaré el lirio en la puerta. El vendedor del Corte Inglés no me quiere (publicado en EL PAÍS el 22 de abril), la crítica de Carlos Rodríguez Braun a mi artículo La ortopédica amabilidad del mercado (EL PAÍS, 20 de marzo), me ha persuadido de que los vendedores me tratan con amabilidad porque les interesa. Si lo he entendido bien, también sostiene que, al cabo, importan poco las razones últimas de la amabilidad del vendedor, que lo importante es que "cace ratones...", perdón, que se comporte bien. Que su lealtad a la empresa obedezca al "control de sus jefes" o que su amabilidad sea fingida no quita que la lealtad cumpla sus funciones, que me haga la vida más llevadera. Por la vía de la disciplina del interés, el mercado premiaría el comportamiento virtuoso.Seguramente me expresé con torpeza. Yo también creo que el vendedor del Corte Inglés no me quiere. Y no lo llevo mal. Puedo dormir por las noches. Algo me ayuda mi conocimiento de la vida y de la teoría social. Pero a diferencia de Rodríguez Braun no creo que resulten irrelevantes los motivos, que "sí que importa si naciste honrao", parafraseando Cambalache, el memorable tango de Enrique Santos Discépolo. Y no porque me escandalice la hipocresía social, sin la cual, desde luego, la vida resultaría fatigosísima. Tampoco por razones de principio, de concepto. Que cabrían. Después de todo, no hay comportamiento virtuoso que pueda arrancar del interés: la virtud tiene que ver no sólo con la buena conducta, sino con la buena conducta por las buenas razones. Mi objeción fundamental era que, al igual que sucede en la vida de cada cual, en la vida social, la ficción de la emoción o de la norma no funciona como la emoción o la norma. Más exactamente, que cuando se sustenta en el interés, el buen comportamiento social deja de cumplir sus funciones de facilitar la vida social, y, en particular, en el caso del mercado, contribuye a la aparición de importantes ineficiencias. En condiciones normales, Rodríguez Braun debería ser sensible a esas razones. Después de todo, como venía a decir Juan de Mairena, hasta las facultades de Teología necesitan su cátedra de blasfemia. Pero, seguro, me debí de explicar mal. En esencia intenté sostener que:
1. El comportamiento fingido acaba con el bien que quiere producir. Si yo te quiero porque me sale a cuenta, no te quiero; si te respeto porque puedo obtener un beneficio, no te respeto. Hay una oposición esencial entre las conductas que se siguen porque "salen a cuenta" y las que se apoyan en afectos y normas. Si un amigo me cancela una cita porque tiene una cita de negocios, acaso se lo pueda disculpar; si para compensarme, me ofrece dinero, las cosas no mejoran. La confianza, la amistad o la lealtad son bienes que cumplen importantes funciones sociales, pero que, si les ponemos precio, desaparecen o se vuelven sospechosos. En ambos casos dejan de contribuir a resolver los problemas que resuelven cuando se anclan en la sinceridad.
2. El problema del empleado del Corte Inglés no es que no me quiera a mí, es que no quiere al Corte Inglés. Exactamente: que el Corte Inglés no tiene modo de saber si su empleado lo quiere. Como el Corte Inglés no tiene por qué confiar en él, necesita vigilarlo, no sea que quiera en exceso a su amigo descuidero. El empleado puede ser un bendito, con una devoción por la empresa sólo comparable a la que Rodríguez Braun experimenta por el mercado, pero eso el Corte Inglés no tiene modo de saberlo. El Corte Inglés presume que el empleado se mueve por sus intereses, que, naturalmente, no tienen por qué coincidir con los del Corte Inglés. De modo que, como no se fía, necesitará un vigilante para su empleado. Vigilante de cuya lealtad, por las mismas razones, no tiene mayor garantía, que incluso podría estar interesado en compincharse con su vigilado en una suerte de "no nos vamos a complicar la vida". Por supuesto, el problema no se detiene ahí: también hay que vigilar al vigilante. Y así. Con lealtad, las cosas podrían ir de otro modo, pero, no se olvide, que la única moneda de curso es "el interés propio".
3. Los comportamientos que el mercado alienta minan la red moral que el mercado necesita para funcionar. Entre otras cosas, la confianza y el respeto facilitan los intercambios, permiten hacer previsiones, disminuyen los costes de las transacciones sobre los contratos. A todos nos beneficia que esos valores se respeten. Más exactamente, nos sale a cuenta que los demás los respeten. La red moral es una suerte de bien público. Nos beneficia que exista, pero no tenemos razones (egoístas) para contribuir a su mantenimiento. En un escenario como el mercado, con encuentros múltiples y anónimos (no compramos un televisor o un piso cada día), lo mejor, si de actuar por incentivos se trata, es que los demás rindan culto a la confianza y que nosotros nos aprovechemos de esa circunstancia. Pero, claro, cuando todos van a la suya y hacen lo mismo, nadie confía en nadie, la red moral se desfonda y los intercambios se vuelven imposibles.
Nada de lo anterior son jeremiadas de catequesis. Ensayos recientes de politólogos y sociólogos (Putnam, Sennet) han confirmado tanto la desaparición del capital social, de las redes de normas, de confianza, sobre las que se asentaba la vida cívica, como la lenta "corrosión del carácter" -ese terreno fronterizo entra las normas y las emociones en donde siempre se han afincado las virtudes- que ha acompañado a la "liberalización" de los mercados. Barridas todas las certidumbres, los individuos se muestran incapaces de elegir, de planificar, siquiera elementalmente la propia vida y, desde luego, lo primero que pierden es cualquier sentido de la lealtad. Por lo demás, los argumentos expuestos son resultados bastante precisos de la economía, de la microeconomía para ser más exactos. Arrancan, al final, de problemas de eficiencia, de los muchos problemas de eficiencia que el mercado tiene. Quienes están interesados en la eficiencia, por ejemplo, creen que es importante que exista una comisión antimonopolio. Que, por cierto, es una y pública. Inevitablemente.
Bueno es recordarlo porque en su argumentación, como la misma brillante astucia que en su reciente libro Estado contra mercado, Rodríguez Braun contrapone lo público a lo privado, el Estado al mercado y, por supuesto, no descuida la bendita metáfora "del mercado libre". Yo lo del mercado libre nunca lo he acabado de entender, o me suena tan falto de sentido como la afirmación de que "el color negro está mal de salud". Bueno, el verso de Carlos Edmundo de Ory se salva desde la literatura. "El mercado libre" se queda en greguería y mala. Supongo que intenta aclararlo cuando con ironía nos dice que "los ciudadanos eligen libremente en el odioso mercado". Eso ya está más claro. Es otro género: la ficción. Le invito a ir repleto de necesidades y demandas al Corte Inglés, pero sin un duro, a comprobar la simpatía del empleado del Corte Inglés. Se ha dicho mil veces, pero parece que es cosa de repetirlo: en el mercado sólo son libres de expresar sus demandas quienes tienen dinero. Si en el mercado no se producen colas en las tiendas como sucedía en los países llamados socialistas, no es porque haya más bienes ni menos necesidades, sino porque en lugar de distribuir según el criterio de First come, first served, se distribuye por el criterio "que se lo lleve el que tenga más dinero". No hay colas para comprar un Ferrari. Por cierto, que sí las hay para realizar trasplantes de órganos y nos parece bien. Aunque quizá Rodríguez Braun prefiriera una subasta pública y que se lo lleve el que más dinero tenga.
Pero no creo yo que vaya a convencer a Rodríguez Braun. Me temo que sería tan infructuoso como intentar persuadirlo de que abandone sus simpatías por River y se pase a Boca. Su defensa del mercado es sencillamente incondicional. Su continuo salto entre argumentos de eficiencia y argumentos de libertad ofrece la impresión de que, en el fondo, lo que importa es defender al mercado. Las razones de eficiencia, que apelan a los resultados, no tienen por qué coincidir con las de libertad, que acostumbran a invocar los principios. No estoy seguro de que la devoción sea la mejor perspectiva sobre el mercado. Quizá hay que empezar por mirar en qué sociedad queremos vivir y después echar cuenta del utillaje que mejor ayude a organizarla. Y ahí el mercado aparecerá en su exacta medida, como un simple instrumento que puede contribuir a ordenar cabalmente algunos aspectos de la vida colectiva. Unas veces sirve y otras no. Como un sacacorchos: sirve para abrir una botella pero no una puerta. A nadie se le ocurriría subastar votos, recién nacidos o notas escolares. Confío.
Félix Ovejero Lucas es profesor de Metodología de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona.
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