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Audiencia pública JAVIER PRADERA

La nueva presidenta del Congreso ha tomado la elogiable iniciativa de no esperar con los brazos cruzados a que los grupos parlamentarios aprueben la reforma completa del Reglamento de 1982 para proponer modificaciones provisionales -consensuadas por todos los diputados- que permitan limpiar de moho esas envejecidas normas de procedimiento y abrir las ventanas de la Cámara a la sociedad. Por lo pronto, Luisa Fernada Rudi ha resuelto acelerar el cumplimiento de una promesa del programa electoral del PP: la comparecencia ante las correspondientes comisiones del Congreso de los candidatos a ocupar cargos de designación parlamentaria en las instituciones del Estado a fin de valorar sus méritos y examinar su idoneidad para el puesto. La ausencia de precedentes en nuestra rígida práctica parlamentaria (en Alemania los aspirantes al Tribunal Constitucional se hallan sometidos a escrutinio) y los hearings o audidiencias públicas del Senado americano para convalidar los nombramientos de jueces de la Corte Suprema, embajadores y demás cargos de designación presidencial no deberían llevar a la equivocada conclusión de que Luisa Fernanda Rudi quiere importar una pieza institucional de Estados Unidos: algo así como el homenaje prestado a la virtud presidencialista por el vicio parlamentario. El Congreso no pretende revisar los nombramientos hechos por el Gobierno -como el fiscal del Estado o el director de RTVE- en el ejercicio de sus atribuciones, sino únicamente valorar los méritos de los candidatos para cargos institucionales -como los vocales del Tribunal de Cuentas, el Defensor del Pueblo, los magistrados del Tribunal Constitucional y los consejeros de RTVE- cuya designación compete a los diputados.

La regulación y la práctica de esas comparecencias ante las comisiones tropezarán con serios obstáculos. Para que el trámite no se limitara a guardar las formas (logro en sí mismo nada despreciable) sería indispensable que el número de aspirantes excediera a los puestos por cubrir y que las propuestas de candidatos naciesen extramuros del Parlamento y de los partidos. Es de temer, sin embargo, que en tal caso no fuesen demasiados los aspirantes de prestigio dispuestos a competir por unas plazas escasas, sufrir el trago de un examen y correr el riesgo de verse rechazados. Más difícil sería aún que los partidos abdicasen del monopolio de proponer a los candidatos y de negociar entre sí los nombres de los designados. Si los examinandos fuesen consensuados por las cúpulas de los grupos parlamentarios con mayoría cualificada suficiente para elegirlos (dos tercios o tres quintos de los escaños según los casos), el trámite sería una pamema: los diputados sometidos a disciplina partidista se verían obligados a votar a los aspirantes previamente conchabados, por desastrosa que hubiese sido su comparecencia, y las preguntas difíciles o los recordatorios molestos procederían exclusivamente de las minorías marginadas del acuerdo previo.

La próxima elección del Defensor del Pueblo será una buena oportunidad para ver cómo funciona ese mecanismo. El partido del Gobierno ha propuesto a Enrique Múgica, militante comunista encarcelado en su juventud por el franquismo, afiliado al PSOE a mediados de los sesenta, partícipe destacado en la refundación de Suresnes en 1974, diputado por Guipúzcoa desde 1977 y ministro de Justicia con Felipe González. No es la primera vez que populares y socialistas juegan a desconcertarse mutuamente con la presentación de candidatos para ese cargo: en 1996 el PSOE propuso como Defensor del Pueblo al catedrático Manuel Jiménez de Parga (hoy pregonado candidato del Gobierno de Aznar para la presidencia del Tribunal Constitucional) y el PP al magistrado José Antonio Martín Pallín (fundador de Justicia Democrática y comprometido desde hace muchos años con las causas de la izquierda y de los derechos humanos). Dejando a un lado el mosqueo de la gestora del PSOE al verse sorprendida a contrapie por el patrocinio popular de un veterano socialista alejado hoy del actual núcleo dirigente, el episodio puede servir como banco de prueba para el trámite que la presidenta del Congreso quiere introducir: si los aspirantes a ocupar cargos de designación parlamentaria con historiales tan abultados como la ejecutoria de Enrique Múgica corriesen el riesgo de ser rechazados por aspectos criticables de su carrera profesional, sólo podrían aspirar a tales puestos candidatos sin antecedentes, nimbados de una inocencia adánica.

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