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Compromisos

PEDRO UGARTE

Por raro que pueda parecer, toda persona que ostente el privilegio y la responsabilidad de exponer su opinión desde un medio de comunicación en Euskadi tendría la obligación de escribir un artículo (un solo artículo, un mismo artículo) sobre el asesinato de José Luis López de Lacalle. Y eso tendrá que hacerse -y se ha hecho en estos días, y se sigue haciendo hoy, y debería seguir haciéndose mañana, hasta que todos los que escribimos hayamos cumplido con lo nuestro- no por una especial sensibilidad corporativa ante la muerte de un compañero, sino por estricta responsabilidad moral con nuestra sociedad.

El asesinato es un ejercicio miserable, y no puede concebirse una versión cualificada del mismo. El asesinato de un periodista ni siquiera estéticamente es peor que cualquier otro. Pero los que de un modo u otro nos aplicamos a este oficio, los que hacemos lo mismo que supo hacer semana a semana José Luis López de Lacalle, tenemos la obligación de mostrar algo, de hacer alguna señal en medio de la niebla, de certificar, en público, con firma, que por encima de todas nuestras diferencias estamos unidos a la hora de deplorar el ejercicio de la violencia.

Y esa obligación nos compete a todos los que tratamos con las palabras, a los que concebimos el lenguaje como la verdadera habitación de las ideas. Estamos obligados a escribir todos el mismo, cansino y repetitivo artículo para dejar en evidencia a quienes los escriben bajo el presupuesto de que existen armas más efectivas (las que detentan sus amigos) y se limitan a practicar con la palabra un execrable oficio de comparsas. Pero quizás, por una vez, no sólo habría que dejar en evidencia a éstos, sino también a los blandos, a los discretos, a los silentes, a ese abigarrado conjunto de profesionales, literatos, practicantes y aficionados a esta maldita cosa de escribir que, incluso por egoístas intereses, por estrictos posicionamientos de estrategia individual, prefieren vivir en el limbo de los que no encuentran una buena razón para pringarse.

Esta semana, todos los que hacemos opinión tendríamos que exigirnos un pronunciamiento, pringarnos (sí, es el verbo ad hoc) y formular el principio de que tampoco para nosotros existe la vuelta atrás. Nada puede haber de heroico en el ejercicio del periodismo cuando se vive en Euskadi, porque supone lisa y llanamente unirse al numeroso colectivo de políticos, jueces, policías, sindicalistas, profesores universitarios, escoltas, militares, (consortes, viandantes, embarazadas, pelirrojos o hemofílicos) a los que ETA puede laminar en cualquier momento, por accidente o con premeditación. Más de dos décadas sin fijarse en esta comprometida profesión era ya excesivo. Porque el modo de fijarse de ETA es haciendo correr la sangre: para lo demás ya existen adláteres acostumbrados al insulto o la amenaza.

Se trata del mismo artículo que han escrito, escriben o escribirán todos los que escribimos (los que pretendemos hacerlo con decencia) y producirá el mismo cansancio por parte de los lectores. Éstos sólo verán en las palabras, una vez más, un pálido reflejo de los sentimientos de desánimo que se extienden por nuestra sociedad (¿Recuerdan? Ni siquiera ha habido unidad en estas fechas ante la violencia terrorista, ni esfuerzos por buscarla). Pero al menos se trata de una obligación moral, y un intento más para que se refuerce, entre los lectores, la certidumbre de que los periodistas de su país, con mayor o menor fortuna, hacen lo posible por seguir hablando libremente, por mantener su compromiso con la gente y con ellos mismos.

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Lo expresó meridianamente bien, el mismo día del atentado, el escritor Raúl Guerra Garrido, cuando confesaba, con voz temblorosa, ante las cámaras: "¿Miedo? Claro que tengo miedo, mucho miedo. Pero hay que seguir adelante".

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