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Trastos y ropa vieja

Es un misterio de la vida moderna: la diferente apreciación entre lo que pagamos por las cosas nuevas y lo que nos dan cuando ya no las queremos o necesitamos. Envejecen mucho más aprisa que nosotros, hasta devaluarse de forma que incluso puede costar dinero deshacernos de ellas. El Ayuntamiento de Madrid, o empresas subsidiarias, clavan en nuestro portal, periódicantente, el anuncio de que alguien recogerá los excedentes domésticos muebles en día fijado, a partir de las diez de la noche; oferta de muy difícil comisión, ya que a esas horas los portales están cerrados y si maquinamos prescindir del viejo sofá, la mesa desvencijada o la estufa eléctrica inservible, es problema casi insoluble trasladarlo hasta la acera, en ese momento, obstaculizando el paso de los convecinos. No puede descartarse la posibilidad de una sanción municipal por tal acto, pues el celo de los guardias es siempre recaudatorio. La expresión escultórica del moderno guindilla es el agente con la libreta de multas en ristre.En otros tiempos -cantera a la que uno se remite fatalmente-, por las calles, en horas matutinas, se escuchaba el pregón del trapero: "¿Hay ropa, trastos viejos que vender...?". Solicitado desde balcones y ventanas, subía, evaluaba el lote de un vistazo, sin equivocarse nunca en su contra, y arramblaba con cuanto considerábamos superfluo. Alternó con el carro del gitano, que iba sentado en una de las varas, azuzando al caballejo o al asno -no suelen gustarles las mulas- con una vara bien cortada, cubiertos, los "empavonados bucles" por un sombrero de fieltro negro, que sólo usaron ellos y los jerarcas soviéticos en los desfiles de la plaza Roja.

Ambos -trapero y calé- se hacían cargo de los enseres e incluso pagaban por llevárselos, por extraño que les parezca. La verdad es que poco se desechaba. Uno creció en tiempos en que el primogénito heredaba el gabán paterno, al que aún se le daba otra vuelta para el hermano menor. Los hogares se amueblaban a partir del ajuar de la novia y, más tarde, las piezas nuevas sólo podían ocupar el sitio que dejaba lo rancio y deslucido. Había, empero, atuendos que, apenas usados se guardaban reverencialmente en baúles y arcones custodiados por bolas de naftalina. Resistían más de una generación, para resurgir durante algún carnaval lluvioso. De allí salía el traje largo de la abuela con la intacta pasamanería, la camisa de encaje de Malinas -o de Talavera-, la falda de moaré o terciopelo, el guardainfante engañoso, enaguas de lino, corpiños, sombreros aplastados, estolas de marabú, delicias para las muchachas, que se travestían de antepasadas. Sobrevivía, con mayor rareza, el terno masculino, la chupa, el chaleco rameado y los pantalones de algím uniforme de gala que había escapado de la transformación por la costurera de los viernes. Era desconocido el "usar y tirar" y un Dios indiferente daba mocos al que no tenía pañuelo, uno de los colmos de la indigencia. Las damas regalaban los trajes, apenas estrenados; el niño zangolotino sufría la rcchifla de quienes notaban que el bolsillo superior de la chaqueta caía a la derecha. Hoy ya no se remiendan calcetines, se zurcen rotos ni se remedian descosidos.

Aseguran los expertos que la ropa muy ajustada influye en la mediocre calidad y cantidad de los espermatozoides y disminuye la libido femenina, asunto que debería preocupar a las clases dirigentes por su repercusión demográfica. Podría tratarse de una meditada técnica de los fabricantes de pantalones vaqueros, a quienes importa un pepino la perpetuación de la especie, lo cual, suma, va en contra de sus intereses a largo plazo. La perfidia llevó a sugerir la moda de la vejez fingida, exaltando una apariencia vetusta, lo que no era novedad. Recuerdo que, siendo adolescente, me compraron en San Sebastián una estupenda gabardina marca El Búfálo, que deposité, durante toda una noche, bajo la aceitosa grava, entre los raíles del ferrocarril; no sé cuántas locomotoras de carbón pasaron sobre la prenda, que recogí, al día siguiente, hecha unos zorros tiznados, con estúpido engreimiento. En aquellos tiempos -los 14 años- yo era esclavo de la moda. Nada nuevo bajo el Sol. Por atávico instinto y memoria de los tiempos de escasez, amo la ropa vieja y me cuesta deshacerme de los trastos, a lo que contribuye la cuestión de cómo conseguirlo.

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