Profanadores
He de reconocer que el amor, entendido como sentencia más poderosa y rotunda que la muerte, además de sonetos inolvidables (pienso en Quevedo, claro está) es capaz de generar historias mucho más retorcidas de lo que la imaginación alcanza. Y quiero pensar que tu caso, con decorados góticos, noche cerrada y esa amarga tempestad que llevas dentro, responde al tópico de las tragedias románticas, porque en el fondo tú, más allá de lo que piensen los otros, eres unos de esos espíritus atormentados, de esos héroes violentos que se enfrentan a la crueldad del destino y obran a la desesperada sin que nada ni nadie les detenga.Sabes de lo que hablo y en cierto modo te enternece que esta columna la redacte en tu honor. Te la has ganado a pulso. Porque resulta francamente fuerte, anacrónico incluso, que te disfraces de don Álvaro, obedezcas los dictados de las fuerzas malignas e invadas la quietud de un cementerio aprovechando la nocturnidad y la indefensión de quienes duermen en paz y para siempre. Pero no era bastante y la buscaste a ella. Y una vez allí, en ese entorno estremecedor, bajo la luz helada de la luna, trepaste hasta su nicho y profanaste su espacio a golpes de piqueta sin que apenas te temblaran las manos. Hacía dos días que su sueño no era el tuyo y querías a costa de lo que fuera desamordazarla y regresarla de esa muerte prematura que la segó de golpe y sin razón. Tú mismo acudiste a despedirla entre el tumulto. Observaste el lugar (nicho 213, cuarta planta) y juraste volver antes de que su cuerpo se diluyese entre los hilos de la sombra. Abrazarte a ella era tan urgente como contradecir las leyes de la providencia, como negarte a que el destino se lo llevara todo. Y lo hiciste allí mismo: su insinuante palidez y tu cuerpo sobre el suyo cegado de rabia y de ebriedad, la noche sobre los dos, el silencio extendido como un sudario lento.
Quiero pensar que lloraste mucho aquella noche, la madrugada de este último domingo; que te puede el dolor y andas errante y solo por las tinieblas de tu conciencia; que te quedan entrañas y que hubo algo de amor en tu locura imperdonable.
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