Carteras y valores
El joven tironero, en este caso autóctono, respondía a una entrevista radiofónica callejera y contaba con desparpajo ante el micrófono sus trucos y sus hábitos: "Pero lo que más me molesta", concluía, "es que me llamen delincuente, eso sí que no lo aguanto".Con estos pujos de orgullo profesional mal entendido, el pequeño delincuente se entroncaba sin saberlo con la aristocracia del hampa madrileña, a la que por otra parte insultaba con su ruda metodología. Los auténticos aristócratas del delito, los príncipes de esta corte de los milagros y villa de nuestros desvelos, siempre fueron los carteristas, finos de modales y ligeros de dedos como los tres ratas zarzueleros de La Gran Vía, que "daban lecciones gratuitas de prestidigitación" en las aglomeraciones públicas y "cuya fe de bautismo" guardaba el cura de la cárcel del Saladero, del que eran antiguos y habituales feligreses.
Los carteristas de escuela y de zarzuela vestían como señores con un punto de anticuada elegancia, castiza y hortera, que delataban sus zapatos bicolores y las puntas del pañuelo que asomaban por el bolsillo superior de la chaqueta de amplias y acolchadas hombreras. Los carteristas de Lavapiés y de Malasaña nunca ejercían su oficio entre el vecindario, que, entre otras cosas, les daba cobertura y apoyo, sino en los alrededores de la Puerta del Sol o en las aceras de la Gran Vía. En el barrio se comportaban como vecinos ejemplares, invitaban en la taberna, ayudaban a las señoras a cargar con sus bolsas por las empinadas escaleras de las corralas y engrosaban con generosidad las colectas vecinales para sufragar gastos de entierros y desahucios como auténticos caballeros.
"Pues mire usted, mi marido es carterista", afirmaba con más orgullo que sonrojo la nueva inquilina ante su vecina de al lado, esposa de un policía municipal. No se trata de una escena de comedia neorrealista italiana, con Totó y Fabrizzi, sino de un fragmento de realidad que siendo niño escuché contar a una comadre de mi barrio, sin escandalizarse demasiado, en un corrillo de portal.
Unos portales más abajo, en una renombrada tasca que aún sobrevive remozada, los carteristas se reunían con otros gremios autóctonos en animada tertulia, en la que, de vez en cuando, plegándose a la voluntad del resto de la concurrencia, realizaban una exhibición no lucrativa de sus habilidades artísticas sustrayendo una cartera o un reloj que luego devolvían a la víctima entre risas y bromas.
Años después, en plena movida, un epígono superviviente de la antigua escuela entonaba en el mismo lugar su jeremiada, regada por confortadores libaciones de valdepeñas, un sentido réquiem por la extinción de su histórico oficio, desplazados sus oficiantes por la irrupción de nuevas e irritantes hornadas de jóvenes delincuentes, sin formación profesional alguna, violentos y maleducados, torpes y salvajes, que asaltaban, navaja en mano, a los pacíficos ciudadanos, para despojarles de la cartera, o rompían cristales a pedradas para hacerse con un radiocasete. "La culpa es de la droga", remataba su discurso el viejo patriarca, un discurso muy parecido al que tantas veces hemos escuchado en labios de los históricos capos de la Mafia, en el cine y en la vida real.
No se propone desde este artículo la creación de escuelas de delincuencia municipales, monipódicas o dickensianas. Ni se quiere caer tampoco en la engañosa nostalgia de la vieja crónica negra. No se trata de enseñar buenas formas y pacíficos métodos para aligerar bolsas, pero ante la oleada de violencia y delincuencia juvenil, autóctona o inmigrada, que crece en los barrios castizos de Madrid, tal vez cabría recordar a nuestras impotentes autoridades municipales que en el fondo se trata de un problema de educación y de escolarización. Los centros de rehabilitación o de acogida de menores, actualización políticamente correcta de los correccionales y reformatorios, siguen sin corregir y sin reformar.
Ni se rehabilita, ni se reinserta ni se reeduca; sólo se reprime y se recluye, se aparca y se desaparca a estos incómodos inquilinos durante un breve periodo de tiempo, hasta que puedan ir a la cárcel como adultos o ser reexpedidos como incómodos paquetes al país remitente si son inmigrantes.
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