El retorno
Cuando llegaban las fiestas del Dos de Mayo aparecían los artilleros por la plaza del mismo nombre y colocaban cuatro cañones en los ángulos del cuadrado apuntando a los indefensos Daoiz y Velarde y al arco de ladrillo que los enmarcaba, único resto del viejo Parque de Monteleón, bastión de la resistencia popular de los madrileños ante las tropas del mamporrero Murat, una hiena al servicio de Napoleón que incrementaría con sus crueles acciones los muchos sufrimientos del buen rey Pepe Botella, quien había querido iniciar su mandato de forma pacífica y tolerante.Hasta que un alcalde, franquista por supuesto, de cuyo nombre prefiero no acordarme, prohibió las fiestas populares con el pretexto de que entorpecían el tráfico rodado. Las fiestas del barrio, que aún no eran las de la Comunidad porque la Comunidad aún no era, comenzaban con una misa de campaña y otros ritos de índole militar. Además de los cañones, la parafernalia castrense incluía una docena de obuses de gran porte, pintados con brillantes colores y diseminados por el perímetro, y a unos cuantos soldados de reemplazo que montaban guardia con uniforme de gala y reluciente casco, inmóviles como las estatuas de los héroes e indiferentes al incordiante acoso de los niños del barrio que competían por hacerles perder la compostura.
Años después, recuperada la fiesta de forma espontánea por los jóvenes madrileños que empezaban a vivir en libertad, con Joaquín Leguina como presidente comunitario y Tierno Galván de alcalde de la Villa, a un edil o funcionario despistado se le ocurrió la peregrina idea de llamar de nuevo a los militares para que desfilaran en alegre y pacífica retreta nocturna por los alrededores de la plaza en conmemoración de la efeméride, y su ocurrencia terminó como el rosario de la Aurora por la oposición de la juventud desmilitarizada que había tomado Malasaña como lugar de retirada nocturna y símbolo de la emergente movida en su faceta más popular y menos de diseño.
A raíz de aquel Dos de Mayo sin franceses, pero con insurgentes civiles enfrentados a militares con uniformes de gala y armas de guardarropía, las autoridades escamotearon la conflictiva plaza del Dosde de la lista de escenarios festeros. Los grandes conciertos de rock se celebraban en Camoens a despecho de las praderas del parque del Oeste, y las verbenas de mayor cuantía cambiaban la puerta del Parque de Artillería de Monteleón por el parque del Cuartel de Conde Duque, en los confines de un barrio tan movido. El retorno de los viejos rockeros a la plaza se ha producido en estas fiestas de 2000 de la mano, la voz y la guitarra del emblemático Rosendo, en concierto público y gratuito, que, como tituló una colega en estas páginas, puso a Malasaña "al borde del éxtasis". La misma crónica enlaza este momento de euforia colectiva con aquella alucinación libertaria y catártica que el Dos de Mayo de 1976 coronó las pacientes cabezas estatuarias de Daoiz y Velarde con las figuras humanas y desnudas de una pareja de jóvenes insurrectos. La fotografía de Félix Lorrio, obtenida a los pies de la estatua tomada, dio la vuelta al mundo como símbolo de que algo estaba empezando a moverse y tomar cuerpo en la capital tanto tiempo paralizada bajo la ocupación fascista.
Veinticinco años después, la plaza, nuevamente consagrada como escenario, no es la misma, las reformas urbanas les quitaron el inútil cercado de rejas en punta de lanza a los héroes de piedra y el tradicional quiosco de Antonia, pionero de las terrazas, ha cerrado, esperemos que provisionalmente, sus puertas por jubilación.
En la plaza acampan las noches de los fines de semana otras turbas adolescentes que alucinan con vasos y botellas de a litro, demasiado ebrias como para reivindicar casi nada que no sea su propia ebriedad, y en los pubs pasan sus tardes bebiendo café con leche y jugando al trivial o al parchís juveniles y pacíficas pandillas.
La voz de Rosendo trajo a Malasaña los ecos de otro tiempo, una ventolera que renovó el aire estancado entre los callejones y sacó de sótanos, buhardillas, sotabancos y catacumbas a los viejos fantasmas insumisos, que haberlos haylos, aunque casi nadie crea en ellos.
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