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Granos y forúnculos

Vociferó la Voz: "Y a Aznar le saldrá su grano, no sé dónde lo va a tener, ni cuándo". Hermosa predicción que, puesta en boca de un médico, aún suscitaría una jocosa y universal pregunta que nadie se atrevería a formular: ¿le saldrá en el culo? Pero cuando el dictamen atrona desde el Sinaí, la cosa no parece prestarse a bromas. Aunque ese dios sí tiene rostro. Y qué rostro. ¡Que se lo palpe, que se lo palpe!, porque lo tiene lleno de forúnculos.Entre la sarta de despropósitos que se soltaron en el Montaraz Eguna, ése de los granos ajenos me pareció el más llamativo. Granos tuvo UCD y granos tuvo el PSOE, granos tuvo Esaú y granos tuvo Jacob. ¿Habrá alguien libre de granos que tire la primera piedra? Sí, óiganlo. Escuchen cómo el señor Arzalluz habla de los granos ajenos sin mirarse en el espejo retrovisor. El conflicto les produce urticaria a todos menos a los suyos. Tal vez ocurra así porque el conflicto sea inmune a sí mismo, o quizá lo que ocurra sea que la Voz se halle instalado más allá de los órdenes angélicos y, rodeado de sus justos, vea y amenace con el granizo. ¡Ah la ceguera de quienes no quieren escucharle! Satanás los llenará de granos. Pero qué Voz es esa, qué dios es ese capaz de negociar con Lucifer, se preguntan los réprobos. ¿No huele demasiado a azufre ese aliento? Triste cielo ese en el que la divinidad acaba convirtiéndose en un ventrílocuo del Demonio.

Claro que hay granos y granos. Por ejemplo, los granos de arena. Incontables y leves, el viento los esparce y desordena, como a los cabellos en el soneto de Garcilaso, y pueden llegar a conformar vastas extensiones áridas y montañas que avanzan, a diferencia de los cabellos, que con el huracán sólo ven acentuada su propensión a la caída. Y los granos acaban conformando un desierto, y el desierto es un laberinto, el peor de todos los existentes, como bien pudo comprobar el rey de Babilonia del cuento de Borges, quien, habiendo encerrado al rey de los árabes en un laberinto, tuvo que sufrir que éste se vengara de él abandonándolo en el suyo, en el que no había escaleras que subir, ni puertas que forzar, ni fatigosas galerías que recorrer, ni muros que le vedaran el paso, y donde murió de hambre y sed. Tremendo poder del huracán, que diría Ibarretxe, de ese huracán mediático capaz de convertir los pastos de Lizarra, que tan dulces se prometían, en yermo laberinto del que tanto cuesta salir. Y es que el excesivo amor a los bueyes acaba por dejarlo a uno en poder del Minotauro.

¿Y puede el huracán compararse con el hijo de Pasifae? Granos son las palabras, granos de trigo para la boca de quien aspira a sabio. Y no fue con granos de trigo, ni aun con palabras, con lo que Pasifae atrajo al objeto de su delito. Habiéndose enamorado de un toro, hízose construir la pérfida una vaca de madera en la que se encerró para así poder satisfacer su deseo. Y lo que de allí salió hizo ¡mu! con un ligero timbre de oboe, y devoró a todo aquel que se puso a su alcance. Hasta que protestó el huracán ante el rey, y éste dijo con su gran Voz: "También lo tuyo es violencia política. Con tus altavoces mediáticos me incordias tanto como el monstruo y así no puedo tenerlo tranquilo. Deja que también yo haga ¡mu!, pues es eso lo único que lo satisface".

E hizo ¡mu!, y luego se desdijo. Pues granos son las palabras, granos de pus a veces. Abscesos que se desbordan hasta infectar todo el cuerpo de la pureza. Y ocurrió que el rey se había disfrazado de vaca y haciendo tronar el mugido de su Voz había dicho: "La Castafiore nos envió unos maketos que nos robaron los votos". Y vio luego a los maketos e hizo cálculos, y se dio cuenta de que no había vacas, ni bueyes, ni minotauros suficientes para aventar aquella marea. Y subió al Sinaí, y alguien le tendió una pandereta, y se puso a cantar forunculí-forunculá. Y allí sigue, mientras su pueblo, enloquecido, le reclama una visión. Eso sí, sin mucho grano.

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