Los 'arola' y los 'mounib' ARCADI ESPADA
Où sont les neiges d'antan?, escribe Xavier Bru de Sala en el Quadern. Mediante Villon, lírico y melancólico, el autor medita sobre la perdida ambición cultural barcelonesa. Yo no sé bien dónde está la nieve, pero sí puedo informarle sobre el lugar del hielo. Ahí, en los propios periódicos del día en que escribe. Hielan la sangre. Más de un centenar de alcaldes de Tarragona se reúnen con el rector universitario Lluís Arola para demostrarle su solidaridad. El rector sancionó a una profesora que tradujo al castellano las preguntas de un examen. Los alcaldes han dado tres hurras por el rector. El mismo día, aunque de madrugada, Abdezarrazak Mounib moría de un infarto en la cárcel de Can Brians. Llevaba más de ocho años en la prisión, el marroquí Mounib, condenado por violación. Hace un año, el propio fiscal pidió su indulto porque existían dudas muy serias sobre su culpabilidad. Estaba esperando los papeles cuando murió. El señor Bru de Sala es un hombre formado, al que le repugnará el vicio estético de cargar la suerte. Ya debe de ir comprendiendo por dónde voy, pero prefiero pasar por obvio que por oscuro, aunque sólo sea para variar. El problema cultural de Cataluña es la distancia que va entre la kermesse municipal y espesa de apoyo a una autoridad universitaria, faltada del más mínimo sentido común, y la muerte de Mounib. Llevamos 20 años soportando la vacuidad de los arola; observándolos encaramados en lo más alto del debate social y político; escuchando el eco mediático de su inanidad: ¿ha pensado usted, amigo Bru, cosmólogo de nuestra cultura, cuánto abulta la nada, cuánto oculta, cuánto aplasta?El nivel cultural de una comunidad se mide, sobre todo, por la capacidad de esa comunidad para sopesar sus conflictos internos, para darles el valor y la importancia que merecen, para vincularlos certeramente a las preocupaciones generales de su entorno y de su tiempo. Al igual que, en términos convencionales, el nivel de una cultura se relaciona con la capacidad, de un hombre o de un grupo, para insertar la novedad en la tradición, así también puede decirse que la cultura no es más que una construcción determinada de la actualidad, o sea, una selección, una jerarquización del magma cotidiano, en la que participan escritores, intelectuales, políticos, periodistas y otras gentes de bien. Para saber hasta qué punto esta selección ha sido aquí la pertinente en las últimas décadas baste ver la cara de tontos, pero de tontos cerrados, insondables, que se nos pone a los catalanes cuando descubrimos, ¡oh cielos!, lo que sucede en Ca n'Anglada -un barrio de Terrassa que se descubre racista después de haber luchado tanto contra el franquismo-, o la violencia de la noche del viernes en la metrópoli -inútilmente tratamos de atribuirla a skins o a cualquier otra paranormalidad, hasta que concluimos que se trata sólo de catalanes ciegos de alcohol y de mala leche-, o incluso, cuando leemos el último informe del departamento de Estado sobre las colonias y descubrimos que Barcelona es la ciudad de Europa con mayor número de prostitutas. Entiéndase bien: no estoy diciendo que la cultura sea incompatible con el racismo, la violencia o la prostitución; en modo alguno: esas desgracias son espuelas de la acción y del pensamiento. La incompatibilidad está en la ocultación, en el trueque, en el camuflaje: en la superposición de los arola sobre los mounib. No hay cultura que resista la cháchara. Por el contrario, la política se desenvuelve en ella de perlas: si Jordi Pujol gobierna en Cataluña desde hace 20 años es porque llevamos 20 años hablando de sandeces. Bastarían 20 días de conversación sobre lo que sucede en la escuelas o en los burdeles, en las comisarías de policía o en las redacciones de los periódicos, en los tribunales o en los hospitales públicos, en las discotecas o en los corrales, es decir, bastarían 20 días de discusión pública sobre el modelo catalán -sobre el modelo digo y no sobre su palabrería narcotizante- para que saltara hecho trizas este vaticanismo hervido, toda esta ficción artúrica. Veinte días de discusión cultural, bastarían.
Sería un consuelo que les neiges se hubieran deshecho tan sólo sobre la cabellera del señor Ferran Mascarell, concejal de Cultura. Es verdad que sus implementaciones, sus diagnósticos, su léxico de soufflé, que antes nos empapuzaba, ahora -y en especial en la boca de sus súbditos- nos aligera (de la obligación de escucharles, quiero decir). Pero tanto páramo no cabe en un hombre. Qué más quisiéramos que el mal de la cultura barcelonesa no superase el nivel de un concejal, que bastara con corregir la sintaxis de su Libro Blanco (comme le neige). La cultura barcelonesa y la del patio trasero pagan el encadenamiento a una ficción chapucera y sentimental, a una tergiversación de la realidad, observable todos los días en un territorio tan poco dado a la abstracción como las páginas de los periódicos. Quién si no fuera un tonto pelao como yo iba a escribir un artículo sobre el señor Arola y su fuenteovejuna, quién se encararía con tamaño desafío intelectual. Todos esos artículos están escritos desde el mismo momento en que el señor Arola apareció en este mundo, y no hay que confundir la escritura con la regurgitación. En cuanto a Abdezarrazak Mounib, ¿quién puede decir algo de él en la Cataluña contemporánea? ¿Quién sabe nada de por qué vivió y por qué murió? Así, no es de extrañar que los creadores opten por el blanco, por quedarse en blanco, exactamente. Ahora veo lo que quería decir Bru con la neige. Siempre tardo con las metáforas.
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