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Citarse con los fantasmas

LUIS DANIEL IZPIZUA

Leo el estupendo libro de Mira Milosevich Los tristes y los héroes. Escucho, a través de sus palabras valientes y doloridas, esas voces ancestrales que han sembrado la ruina yugoslava, y no consigo evitar, por más que lo intento, las comparaciones con lo que nos está ocurriendo a nosotros ahora mismo. Conozco poco a Mira. He coincidido con ella en alguna de sus frecuentes visitas a San Sebastián, y en cuanto la vi supe que su gran atractivo físico no era ajeno al atractivo incontestable que ejerce sobre nosotros la inteligencia. Percibí también en ella una gran voluntad de vivir, esa capacidad de cargar con la desgracia y tirar para adelante con ella a cuestas. Su libro me reafirma en mis intuiciones. Se trata de una mirada lúcida en el corazón de la hecatombe y un ajuste de cuentas con los fantasmas que también nos constituyen y de los que tanto nos cuesta desprendernos. Está, además, estupendamente escrito.

A lo largo de él vemos cabalgar al fantasma de la desolación en una sucesión de avatares, de historias, que son como jinetes de la desgracia. Hay mitos que sirven para vivir y otros que sólo sirven para morir. El ejercicio de la razón, y sobre todo el de la razón política, ha de servir para contrarrestar estos últimos. Con nuevos mitos, quizá, pero mitos que ofrezcan una posibilidad a la concordia, a la renovación, al presente. Lo aleccionador, y al mismo tiempo lo más terrible, del libro de Mira es descubrir que en Yugoslavia no hubo nada que pudiera contrarrestar el poder destructor de esos mitos de muerte. Sirva como testimonio de ello el final del emotivo capítulo que le dedica a Danilo Kis, cuando un grupo de estudiantes, se entrevista con el escritor Dobrica Cosic, el padre de la nación serbia moderna, para encontrar como respuesta un gesto cansado: "Queríamos de este modo ganar una autoridad moral, la de alguien que diera la razón a esos niños salvajes que nadie tomaba en serio. Alguien que dijera que el comunismo no era el mejor camino para Serbia, después de su caída general en la Europa oriental. Alguien que tuviera la autoridad necesaria para convencer a los serbios de que no había que ir a la guerra para solucionar la cuestión nacional". Y bien, ese alguien no existía.

En todas partes resuenan las voces ancestrales, pero pobres de aquellos parajes en los que no resuenen también otras voces. El drama yugoslavo reside justamente ahí, en esa orfandad de voces, en el fracaso absoluto de la política, incapaz de remontar la marea de esa sacralidad sangrienta. Prevengámonos ante lo sacro, pero prevengámonos sobre todo contra los equívocos de que rodeamos a la sacralidad. Si nos remontamos a las premisas de nuestra racionalidad, es muy posible que nos topemos siempre con lo sacro como último reducto. Pero no es lo mismo una sacralidad frágil, que permite su puesta en cuestión, que esa otra sacralidad cruda que responde a su cuestionamiento con el anatema y la muerte. La laicicidad es posible que no pueda escapar del ámbito de lo sacro, pero, de la misma forma que hay mitos para vivir y mitos para morir, también lo sacro ofrece horizontes diversos.

Entre nosotros es frecuente escuchar bramidos contra la sacralización de la Constitución y el Estatuto. No deja de ser curiosa, sin embargo, la procedencia de esas críticas. En ningún caso pretenden ampliar el ámbito de eficacia de esas normas, que no es otro que el de lograr un marco de convivencia para una pluralidad de intereses diversos, sino que se emiten siempre desde una sacralidad fuerte que se escuda en su premisa de origen para tratar de anular a lo que la debilita: lo sacro me aniquila, vendría a decir lo sacro. Son las voces ancestrales de siempre clamando contra lo que se resiste a su obcecación ciega. La Constitución y el Estatuto son renovables, son hasta sustituibles, pero nunca como concesión a esa sacralidad ciega y reclusa. En torno a ellos se articulan esas otras voces contra cuya ausencia nos previenen Yugoslavia y el libro de Mira Milosevich. Y el horror.

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