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Su divinidad el ADN

El mundo asiste estos días a la fascinante carrera por el genoma humano. Está tan absorto que olvida la trascendencia filosófica del descubrimiento histórico que precedió a este reto científico. Se trata de la solución, gracias a la bioquímica, a un enigma que ha atormentado a la especie humana desde los albores del raciocinio. ¿Por qué vivimos? Y, sobre todo, ¿qué sentido tiene la muerte?La respuesta está disponible desde los años cincuenta, cuando empezó a entenderse la función del ácido desoxirribonucleico (ADN), una gigantesca molécula con la curiosa propiedad de originar réplicas idénticas de sí misma. Constituye la estructura química del genoma, que a su vez determina al hombre, a la mosca, los abetos o el plancton según la dimensión y orden que adopte. Todos los ADN comparten rasgos comunes porque los seres vivos descienden de una primera célula, nacida aún no se sabe cómo hace algunos miles de millones de años de una molécula de ADN, surgida a su vez de forma incierta. A lo largo de todo ese tiempo la molécula original no ha hecho sino replicarse, pero siempre con mínimas modificaciones que por el procedimiento de acierto y error le han permitido perfeccionarse y dar origen a organismos progresivamente más diversos y complejos.

Cada individuo prematuramente muerto y cada especie desaparecida es el fin de un experimento. Su ADN respectivo ha fracasado o se ha quedado obsoleto, inservible para perpetuarse frente a otros seres más aptos para la supervivencia. Pero la selección natural o artificial (de la que forma parte el hombre como animal depredador, sea con hacha de sílex para aniquilar mamuts o con lluvia ácida para deforestar regiones) es muy traicionera y caprichosa; la especie hoy imperante puede sucumbir mañana víctima de un meteorito gigante, de un cambio climático, de un nuevo virus o de otras variadas catástrofes, incluida una carrera armamentista suicida. Por eso el ADN guarda en su estructura química el registro de su pasado y no prescinde de todas sus demás modalidades de vida. Si estallara la guerra atómica y se produjera el "invierno nuclear", sólo los insectos sobrevivirían como organismos más evolucionados. Las cucarachas y las hormigas son pues el seguro de continuidad del ADN frente a este tipo de destrucciones. Y todavía le quedaría al ADN un stock de bacterias resistentes a inclemencias aún más extremas.

Si se mide el éxito del ADN por el dominio adquirido sobre la tierra, el ser humano es su obra cumbre, porque es hegemónico en el planeta, ha llegado hasta la luna y promete ir mucho más allá. Y donde llega el hombre llega el ADN y lo que domina el hombre lo domina el ADN a través suyo. Podría haber sido una evolucionada raza de dinosaurios la que viajara al espacio; al ADN le daría igual, porque sus conquistas seguirían siendo las suyas. De hecho nunca estaremos seguros si el primer organismo terrestre en hollar suelo lunar fue Neil Armstrong o su flora intestinal, porque ¿quién utiliza a quién?

Tenemos sexo porque ese truco permite al ADN diversificarse mejor; nos emocionamos porque así motivamos nuestra conducta; nuestra capacidad de razonamiento y de coordinación social es una poderosa herramienta para colonizar la naturaleza en provecho de la replicación de la molécula; y si estamos a punto de descifrar el genoma es porque así nuestro ADN adquirirá un mayor control sobre sí mismo a través de nuestra sabiduría, por ejemplo dotándose del poder de resucitar por clonación especies extintas. Cuando el hombre busca a Dios es su ADN el que le incita; cuando inventa la democracia es porque así le asegura más oportunidades; cuando educa a su hijo sólo le da medios para que el ADN contenido en sus células prospere. Caer heroicamente por una bandera pierde mucho de su romanticismo si se piensa que la vida se entrega como una marioneta a la que una microscópica ristra de átomos de carbono e hidrógeno sazonados con algunos otros elementos le ha movido los hilos. Y la vejez resulta menos venerable si se interpreta como la fecha de caducidad impuesta por esa misma insignificancia química.

A cambio, nos da el privilegio de no morir nunca del todo. En cierto modo la reencarnación existe: el individuo se convierte en polvo, pero su ADN no, porque casi idéntico vive en sus hijos, o en sus hermanos, o en sus primos muy lejanos. Siempre habrá una consanguinidad que asegure reservas de un ADN similar. La desaparición de un individuo no es sino el paso para dejar hueco a otro. Fallecemos para que el ADN se siga replicando. Éste es el sentido de la muerte: el relevo impuesto por una molécula convertida en una inmensa fuerza creadora pero ciega, que en su avasallador desarrollo ha fabricado -para esclavizarlos- instintos y civilización. Nuestra existencia no es un hecho en sí mismo, sino un ensayo al servicio de unos enlaces químicos en los que está inscrito el mandato bíblico de crecer y multiplicarse, un apeadero más en el largo viaje de nuestro ADN. Como los leones, las alcachofas o el microbio del paludismo, constituimos simples trajes de temporada para que el ADN se imponga al medio ambiente. Tan orgullosos que estamos de nuestro libre albedrío, y sólo es el riesgo de que el ADN escoja la senda evolutiva equivocada.

Si cada individuo no es más que un efímero episodio en la inexorable trayectoria del ácido desoxirribonucleico, ¿qué hacer con todas las creencias y hasta religiones erigidas sobre una biografía personal? En su incipiente inteligencia, cuando el homínido se transformaba en homo sapiens, debió tomar conciencia de sí mismo al ver su reflejo en las aguas. "Soy yo, y existo", se dijo. Hoy, al mirar por el microscopio, el hombre tal vez tenga que decirse: "Soy mi ADN; yo no existo".

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Mario A. Sierra es periodista y técnico de comunicación de la Universidad de Alicante.

Mario A. Sierra es periodista y técnico de comunicación de la Universidad de Alicante.

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