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Los libros y la vida FRANCESC DE CARRERAS

Francesc de Carreras

Al coincidir este año el día de Sant Jordi con el domingo de Pascua, la fiesta del libro se ha hecho extensiva a toda la semana. Pocas tradiciones tienen tanto arraigo popular en Cataluña como el Día del Libro. Rendir homenaje a algo que desde hace muchos siglos es el mejor símbolo de la libertad -las dictaduras fusilan y encarcelan a las personas a la vez que queman y prohíben libros- hace que los catalanes estemos justamente orgullosos de la acogida que damos a tal celebración.Desde hace ya un tiempo se tiene la sensación -a pesar de las estadísticas- de que cada vez leemos menos. Probablemente, nunca hemos sido grandes lectores. La primera vez que estuve en París quedé asombrado por la cantidad de pasajeros de metro que leían libros, libros serios y cultos, obras de Balzac, de Stendhal, de Camus, hasta del pesadísimo Mauriac. En el apretujado metro barcelonés de los primeros años sesenta la experiencia resultaba imposible por muchas razones, entre ellas por la censura, pero sobre todo por la falta de espacio en los transportes públicos de la época y porque los que iban en metro no solían leer libros y los que leían libros no solían ir en metro.

Hoy, desde este punto de vista, los metros de París y de Barcelona han experimentado una lamentable convergencia: en ambos se lee poco, muy poco, y normalmente, si uno pone atención -periódicos aparte-, en las escasas lecturas de los compañeros de viaje su valor suele ser ínfimo -desconocidos best sellers- o meramente utilitario: apuntes de clase, manuales de informática o libros para aprender inglés. Cuando por nivel de educación cultural hubiéramos podido acceder al placer de la lectura resulta que el mundo cambia y parece ser que ya no se leen libros ni en Francia.

Por tanto, la pérdida de hábito lector se ha generalizado en todo el mundo -se ha globalizado, para decirlo en términos actuales- y la lectura de libros en formato papel -ustedes ya me entienden- parece que está destinada a convertirse en la rareza de unos pocos. Las causas más señaladas son ya lugares comunes: primero el cine; después la radio y, sobre todo, la televisión; ahora Internet, la puntilla final. Se me dirá que en esto último también se lee, lo cual es verdad, pero no toda la verdad.

La ceremonia de recogimiento interno y de aislamiento físico de los demás que supone la lectura de un buen libro; el amplio acceso a un mundo de sentimientos y conocimientos, razones y pasiones, la inmersión en unas vidas distintas, aunque probables y posibles para ti mismo, sólo la dan los libros en el sentido más clásico del término, no los textos escritos leídos en pantalla. Además, a poder ser, la lectura es distinta cuando el libro es propio, aquel libro cuya presencia en una estantería esperas que te acompañe a lo largo de toda la vida, más allá de los cambios de casa, de pareja, de ciudad, aquel libro que cuidas bien de no olvidar con las prisas de un traslado. No, estos libros propios, convertidos en objetos significantes de agradable placer táctil, han pasado ya a formar parte no sólo de tu intimidad, sino de tu propia identidad, y en ningún caso pueden ser reducidos a meros disquetes y ser leídos con el auxilio de un frío y distante aparato informático.

Parece que Brodsky, en un exceso, quizá metafórico, de pasión lectora, mantuvo que "uno es lo que lee". Creo, con Sartre, que "la existencia precede a la esencia" y, por tanto, también de acuerdo con el existencialista francés, el hombre "no es otra cosa que el conjunto de sus actos, nada más que su vida". Pero su vida, su existencia, no puede quedar meramente reducida a los libros. La vida, ciertamente, es aquello exterior, aquello que física y espiritualmente nos rodea; en ella están, por tanto, también los libros y éstos, por consiguiente, forman parte de la vida de uno, pero no son la vida toda: uno es mucho más que sus libros.

Sin embargo, la vida de cada cual, su personalidad, puede ser contemplada a través de su biblioteca: allí puede rastrearse su identidad, incluso si su biblioteca es inexistente o se reduce a unas intocadas enciclopedias que le han vendido a domicilio. En un extremo, Borges era casi su biblioteca: allí estaba la parte principal de su vida. En el otro, en la casa del hombre de una sola enciclopedia comprada a plazos, podemos intuir también su personalidad: por la extensión de los volúmenes, la lengua en que están escritos, la suntuosidad de su encuadernación, su antigüedad, calidad o uso. La vida es más que los libros, pero los libros denotan la vida, se interfieren en ella, a veces la determinan. En todo caso, la muestran.

Con cuatro días de vacaciones por delante, es un buen momento para saborear un buen libro: un libro que aumente nuestros conocimientos, que desarrolle nuestra sensibilidad, que nos permita conocer mejor a los demás o, simplemente, que nos haga pasar un buen rato. Porque un libro es, también, un fiel compañero en la vida, un compañero que nunca nos traiciona. "El gusto por la lectura permite en la vida cambiar las horas de aburrimiento por horas deliciosas", decía Montesquieu hace más de dos siglos.

Contra el tedio, la lectura. Una buena biblioteca es también el mejor remedio al que acudir en los momentos de hastío, cuando el resto de la vida no está a nuestro alcance.

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