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Bastaría pedir perdón una sola vez

Muchos pensamos que bastaría con que la Iglesia pidiese perdón una sola vez por su beligerancia en la guerra de España y su apoyo a la segunda dictadura, para que pudiésemos abordar con más claridad y honestidad la reconstrucción de nuestra memoria, que es lo que va a permitir que emerja nuestra realidad como pueblo. Respetamos que la jerarquía eclesiástica siga empeñada en no enmendar su silencio y, a pesar suyo, tenga que hablar con tanta frecuencia sobre este tema. Se está produciendo el efecto contrario de lo buscado. Somos nuestra memoria y la palabra que surge en ella, y frustramos nuestro ser cuando seguimos en el olvido interesado o ignorante. Para muchos conciudadanos, precisamente por el contumaz empeño en querer olvidar, se está produciendo una enorme confusión. Si seguimos firmes en este olvido acabará dándose por bueno que toda la Iglesia, durante los años transcurridos entre 1936 y la muerte del dictador, apoyó incondicionalmente al régimen dictatorial. Por eso, aunque respetemos la negativa a decir "mea culpa", no podemos estar de acuerdo con el silencio y el olvido por estas dos razones: por fidelidad a Dios, que nos exige hacer memoria de los vencidos, y por permitir una palabra libre que libere una memoria interesada y contribuya a construir una cultura política pluralista y democrática. Estas razones nos mueven a pedir perdón como cristianos por el apoyo que la Iglesia, en su mayoría, dio a los alzados de 1936, a los que sostuvo, interna e internacionalmente, hasta que, con Pablo VI y el Concilio Vaticano II, empezara el proceso de deconstrucción del consenso católico que había legitimado y afianzado el régimen dictatorial.En primer lugar, por razones de índole teológica, por fidelidad a Dios, que nos invita y nos exige hacer memoria de los vencidos. Nada tiene que temer la Iglesia de pedir perdón a Dios, rico en misericordia, por los fallos, pecados y errores que ha cometido. El perdón es un don de Dios que, para los creyentes, permite un nuevo comienzo. El perdón abre nuevas posibilidades y produce una ruptura instauradora de una nueva forma de ser, el perdón permite que el ser, en cuanto es de forma profunda, quede sanado y emerja con vitalidad nueva por encima del ser aparente que se nos muestra inacabado. No querer pedir perdón es una debilidad de quien se siente humano, demasiado confusamente humano, para afrontar con libertad lo oscuro de su propio pasado. El pasado de la Iglesia española no fue brillante en esos cuarenta años, antes bien triste y comprometido. No todo fueron sombras ni desafueros, pero la imposición de la religión por la fuerza de las armas ha generado en nuestra sociedad un rechazo a la Iglesia tan profundo y duradero, más aún por enraizarse en el secular anticlericalismo español, que será muy difícil liberarnos de esta verdadera "estructura de pecado" que generó el nacionalcatolicismo triunfalista desde los últimos años treinta a finales de los sesenta. Tenemos que pedir a Dios que nos perdone y a todos aquellos ante quienes no supimos ser siempre testigos de la reconciliación entre españoles y entre cristianismo y democracia, para restañar la imagen santa de la Iglesia si ésta ha de seguir manifestando el rostro de su Señor. Del perdón de Dios y del perdón de los hermanos -el padrenuestro condiciona el primero a que pidamos efectivamente el segundo- sólo puede esperar la sociedad española el bien, y en ella, la Iglesia, una reconciliación que, aunque tardía, sea posible y eficaz para ir deshaciendo esta estructura de pecado en que consistió la imposición de la fe cristiana y la exclusión de quienes no creyesen de igual forma, con el resultado añadido de la legitimación del régimen dictatorial más represivo y funesto que hayamos padecido en nuestra historia contemporánea. Entre los muertos de uno y otro bando y los de la tercera España hubo muchos cristianos en ambos lados que no tuvieron otra condición que la de víctimas. Si los procesos de beatificación que habían estado paralizados muchos años -expresamente lo exigió así Pablo VI- pueden dar algún sentido no unilateral y vindicativo, si queremos recordar a estas víctimas de nuestra historia, a estas víctimas de la represión antirreligiosa de los primeros meses de la guerra, producida por el alzamiento de algunos generales, y queremos hacerlo de forma no politizable, sólo cabe una actitud: la petición de perdón más radical, honesta y abierta que quepa por no haber contribuido a la reconciliación, por haber legitimado una guerra incivil como "cruzada" para el consumo interno, y como "guerra de civilizaciones" para la propaganda exterior, y por haber apoyado la continuidad de la segunda dictadura, sin usar la enorme fuerza que tuvo la Iglesia en aquellos años, para dar pasos pronto hacia una España en que no hubiera vencedores ni vencidos, una sociedad democrática, reconciliada y justa.

En segundo lugar, hay que pedir perdón para permitir que una palabra libere la memoria interesada. No hay falsedad más grande que decir que todos fuimos víctimas o que todos fuimos culpables. Ésta es, como afirma Hannah Arendt, la mejor manera de justificar lo innombrable negando toda responsabilidad. La razón de no abrir heridas no vale. Se trata de curar unas heridas realmente existentes, aunque sea asumiendo con dolor de pecadores nuestra responsabilidad institucional como responsables de la cobardía, de la tibieza o del silencio cómplice. Todos no fueron culpables, pero todos sí somos responsables de la memoria. Todos no fueron culpables del apoyo a la segunda dictadura. No lo fueron los cinco obispos que no firmaron la carta colectiva de 1937, y no lo fue muy señaladamente el cardenal primado de Tarragona, Francesc Vidal i Barraquer, que no sólo no la firmó, sino que intentó por todos los medios a su alcance que no se publicase. No fue responsable el cardenal Vidal del apoyo al régimen dictatorial, y por eso el Gobierno le amenazó con instruirle proceso de alta traición al Estado y le impidió reincorporarse a su sede tarraconense. El sedicente régimen católico dejaba morir en el exilio, en 1943, al cardenal más antiguo de entre los españoles, a quien hasta el final apoyó la Santa Sede. No fue culpable de colaboracionismo con el régimen el obispo de Calahorra, don Fidel García, cuando era uno de los escasos obispos en publicar íntegra en su boletín diocesano, exento de censura, contra las presiones del Gobierno, la Mit brennender Sorge de Pío XI contra el nazismo (1937), ni era culpable de silencio el obispo de Ávila, don Santos Moro, o el de Pamplona, don Marcelino Olaetxea, o el jesuita padre Huidobro, capellán de la Legión muerto en el frente de Madrid, cuando protestaban contra la represión en retaguardia. No era responsable de silencio cómplice don Antonio Pildain, obispo de Canarias, cuando se interpuso físicamente varias veces entre los verdugos y los republicanos que iban a ser ejecutados en el sur de la isla de Gran Canaria. No era cobarde el cardenal Segura cuando auxiliaba a los curas vascos en la prisión de Carmona, que compartieron condena con don Julián Besteiro, el último presidente socialista del Congreso. No fueron responsables del genocidio cultural los intelectuales católicos republicanos que se exiliaron, como José Bergamín, María Zambrano, Pere Bosch Gimpera, Claudio Sánchez Albornoz o

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Manuel de Falla, o se quedaron en el silencioso exilio interior, como Xavier Zubiri, Jordi Maragall o Manuel Giménez Fernández. No fue responsable de la represión el católico republicano y catalanista Manuel Carrasco i Formiguera, que, sin embargo, era fusilado, por el único delito de ser católico liberal y catalán, en Burgos en abril de 1938, cuando las tropas rebeldes invadían Cataluña y se derogaba el Estatuto de Núria. No faltaron a su juramento de lealtad constitucional los generales católicos Rojo, Escobar o Batet, pero estos dos fueron fusilados por no haberse alzado y el primero hubo de exiliarse. No toda la Iglesia apoyó al régimen dictatorial al principio, ni toda la Iglesia fue entusiasta del nacionalcatolicismo. Hubo muchas víctimas de éste en la propia Iglesia, y grupos de avanzada y audaces que hicieron lo imposible por abrir espacios de libertad como las organizaciones obreras católicas, principalmente la HOAC, la JOC, las Vanguardias Obreras, y también la JEC y otros movimientos; muchos seglares promotores de iniciativas como las Conversaciones Católicas de Gredos (Querejazu), o de San Sebastián (Santamaría), o de revistas como El Ciervo en Barcelona (Gomis, Bofill, Ferràn, Comín), Praxis en Córdoba (Aumente) o Cuadernos para el Diálogo en Madrid (Ruiz-Giménez). Un congreso histórico celebrado hace más de un año en Sevilla puso de manifiesto la importancia de la lucha de muchos cristianos por la democracia en España.

Hay una desmemoria interesada en ocultar esta historia perdida, casi clandestina, de un catolicismo abierto que puso frenos a la dictadura y abrió posibilidades inéditas hasta entonces. Es la misma desmemoria que pretende que no se hable de otros sectores, inmensos, mayoritarios, que con buena o mala fe, de todo hubo, callaron, colaboraron, justificaron, miraron a otra parte. Las excepciones aportadas, que no son las únicas (piénsese en el PNV, en los falangistas católicos y liberales de Escorial), no vienen sino a confirmar un hecho que en su brutalidad parece innegable: la Iglesia en su conjunto apoyó al régimen, y sólo parcial, regional o tardíamente se fue distanciando de éste. Pedir perdón por este hecho no puede ya hacer daño a nadie, y sí contribuiría a normalizar una palabra crítica sobre nuestro pasado y a que otros, partidos, sindicatos, instituciones también responsables de errores, delitos, venganzas, etcétera, pidieran perdón y ejercieran una crítica tan necesaria como la que ha comenzado a hacer la Iglesia. ¿No habrá de ser la Iglesia adelantada de esta petición de perdón, sobre todo en el espíritu del año jubilar y de las peticiones de perdón de Juan Pablo II? No pedir perdón, sin embargo, parece que busca seguir cohonestando aquel apoyo y aquel régimen, afirmar la accidentalidad de un golpe de Estado antidemocrático y de una duración desmedida de una guerra y de una dictadura del todo innecesarias. Esto es lo que percibimos muchos ciudadanos.

Esta petición de perdón tiene una gran importancia como contribución a la construcción de una cultura política pluralista y democrática. Es un derecho y una obligación que tenemos los ciudadanos y los católicos españoles. Bastaría que la jerarquía eclesiástica lo hiciese una sola vez, como lo hizo la francesa por su complicidad en el holocausto, o acaba de hacerlo en Roma y en Jerusalén el Papa. Bastaría una sola vez. Más vale pronto que nunca. Sería éste un gran servicio de la Iglesia española.

Josep M. Margenat es doctor en Historia y maestro en Teología del Centro Arrupe de Sevilla.

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