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Cuerpos y almas

Al buen rey Pepe Botella, que era abstemio, le llamaban también el "rey plazuelas", porque ordenaba derribar en Madrid viejos conventos para hacer nuevas plazas y así sanear y darle un poco de aire a la ciudad de sus pecados. A nuestra primera y morigerada autoridad municipal podían llamarle el alcalde "capillita", por su afición inversa.A la iglesia de Nuestra Señora de las Fuentes deberían llamarla de Nuestra Señora de la Discordia, por la que sus fieles mantienen con sus vecinos más próximos, a los que el templo se les comió el terreno, la luz y el horizonte en su expansión fraudulenta.

Los prójimos del edificio colindante son también cristianos porque estadísticamente casi todos los españoles lo somos hasta que se demuestre lo contrario, y demostrarlo cuesta muchísimo porque el obispado no deja que se borre nadie de sus nóminas por aquello de las subvenciones.

Sobre la parroquia expansionista pende una resolución del Tribunal Superior de Justicia de Madrid que obliga a su demolición, pero sus feligreses y sus pastores consideran, al parecer, que sobre las leyes de los hombres están las leyes de Dios y sus designios urbanísticos. Ya saben: "Al rey la hacienda y la vida se han de dar, pero el honor es patrimonio del alma, y el alma sólo es de Dios".

El arzobispo de Madrid, pastor de almas, y el alcalde de Madrid, pastor de cuerpos y haciendas, se niegan a acatar la sentencia y ambos oran y laboran, maquinan y conspiran con el auxilio de la divina providencia para evitar el derribo. Si es necesario, se hará en los templos colecta para sufragar la multa de 250.000 pesetas que le han caído por su desacato al gerente muncipal de Urbanismo, protomártir de esta doméstica cruzada a ras de calle. Entre óbolos y cánticos, plegarias y artimañas, los padres de la Iglesia vienen aplazando el derribo, tal vez a la espera de que se produzca el milagro, que el juez encargado de mediar en el conflicto caiga del caballo, herido por el rayo divino como Saulo en el camino de Damasco, y decida archivar el expediente, o que ese mismo rayo flamígero y devastador se cebe en el edificio colindante y lo borre del mapa de la noche a la mañana, dejando en su lugar un solar, como en Sodoma y Gomorra.

Ésta sería, sin duda, la mejor solución, pero hasta ahora Dios no ha dado indicios de querer tomar parte en la contienda. Hasta la mismísima divinidad, escarmentada, sabe que hay que andar con pies de plomo y pensárselo mucho antes de mediar en estas batallitas religiosas, por mucho menos, por un quítame allá esa mezquita, altar pagano o sinagoga, se armaron y se arman todos los días sanquintines y lepantos, genocidios y limpiezas místicas entre piadosas invocaciones.

Madrid fue en otros e infelices tiempos una ciudad dividida entre meapilas y comecuras, beatos y quemaconventos, una de esas cainitas realidades, ingrediente esencial de la maniquea historia de las dos Españas, de los Reyes Católicos a los pretendientes carlistas, siempre ha habido entre nosotros más partidarios del Dios de las batallas que del "amor al prójimo".

Decididos a echarle una manita a su Dios, que debe andar distraído en asuntos de mayor envergadura, el arzobispo y el alcalde se han lanzado a la batalla legal por la conservación del templo que empareda a sus vecinos y han comenzado las hostilidades burocráticas con un órdago: lo que está mal construido no es el templo, sino el edificio que estaba allí antes; puede que el templo se extralimitara territorialmente, pero el inmueble cercano también se expandió sin licencia. El arzobispo y el alcalde niegan la mayor e inician la cruzada por su cuenta a la espera de recibir celestiales refuerzos.

El conflicto, si algún dios no lo remedia, acabará como el rosario de la aurora, madrileñísima tradición, una frase hecha que empezó a hacerse el día que se toparon, en una calle estrecha de la Villa, dos procesiones, respectivamente presididas por sendas imágenes de la Virgen María y de su Divino Hijo, y sus cofrades se acometieron con cruces, cirios y estandartes por ver quién tenía preferencia de paso. Sofisticada disputa teológica que en otras latitudes habría sido objeto de jugosos sermones y animados concilios, pero que entre nosotros acabó en riña de vecinos y descalabramiento de prójimos.

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