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Tribuna:LA CRÓNICA
Tribuna
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Una isla condenada ANTONI PUIGVERD

Unos amigos del Empordà me llaman para explicarme la bárbara pretensión del alcalde de Jafre. Quiere cargarse una vieja isla del río Ter, de propiedad comunal: la llamada Illa d'Avall. Dice contar con el aplauso del Departamento de Medio Ambiente, pero parece imposible, ya que los expertos consideran que el proyecto es una colosal chapuza geológica. Grau es un tipo práctico y popular, alcalde ahora con las siglas convergentes, antes con la camisa azul, que sabe predecir los cambios de viento. En el Empordà rústico abundan los líderes de su estilo. Nada tienen que ver con los payeses aferrados a rutinas históricas que describió Pla. Son, al contrario, fervorosos partidarios de los cambios (que llegan cargados de dinero: dinero agrario y turístico, pero también de las voraces constructoras). Los políticos del estilo de Grau exhiben campechanía, pero negocian con gran sagacidad. No es extraño que, tiempo atrás, Grau sorteara un temporal gordísimo. Era el presidente de la Caja Rural gerundense cuando llegó la crisis bancaria de los ochenta y la ruina de esta institución fue asumida por Caja Madrid. Naturalmente, su antigua adscripción franquista no lo convierte en un malo de película. Muchos de aquellos alcaldes se entregaban a la causa de su población. Sin duda, otros muchos eran viejos caciques. Unos y otros se reciclaron en demócratas y nacionalistas. No conozco suficientemente el pasado político de Grau, sobre el que me llegan informaciones contradictorias. Algunos cuentan impublicables anécdotas sobre su cambio de camisa, otros hablan bien de su trabajo municipal y de su lucha a favor de los servicios agrarios al frente de la cámara agrícola provincial.El caso es que Grau ha saltado de nuevo a la palestra gracias a su excéntrica propuesta de convertir una isla en lago. Está dispuesto a vaciar la Illa d'Avall; pero, guiado por un innegable sentido de la orientación, presenta su proyecto (que significará un fabuloso negocio de extracción de áridos) como una bella obra ecológica: ha descubierto que están de moda los humedales (los célebres aiguamolls) y pretende el milagro (es decir, la chapuza) de convertir una isla de aluvión en una charca. Esta isla es un terreno elevado que las aguas del río, y no la mano del hombre, convirtieron ya en el siglo XVI en lo que todavía es: un espacio de tierra entre las corrientes del agua. Exactamente lo contrario de lo que sería un antiguo humedal: terrenos bajos inundados por aguas dispersas del río que el trabajo del hombre desecó buscando terrenos cultivables. Existen, en el Empordà, muchos espacios cerca del río Ter (y del Fluvià o el Muga), que habían sido humedales, pero éste de la Illa d'Avall nunca lo fue. Lo significativo (y preocupante) de esta historia es la impostura del alcalde: se apropia de una moda y presenta lo que será un gran negocio como una noble actividad naturalista. Aparte de la irreparable pérdida de uno de los escasos paisajes de ribera, los geólogos explican que la afloración de las aguas a la futura charca va a secar los pozos de zonas próximas, especialmente en Foixà. El bajo caudal del Ter, finalmente, convertirá el supuesto lago en un cráter con algo de agua en el fondo.

Aunque conozco bastante el país ampurdanés, no conocía la Illa d'Avall. Así que el otro día, después de leerme los informes de los detractores, visité el lugar. En Jafre, leí asimiso un escrito municipal en el que se argumenta que la isla es un arenal improductivo y de aprovechamiento escaso. Después de estas lecturas esperaba, francamente, encontrar un paisaje feúcho. Así me parecen algunas de las zonas que los ecologistas defienden, en donde abundan los marrones y la flora modesta. Pero quedé absolutamente estupefacto: la Illa d'Avall no es una isla, es un istmo en forma de cuerno de rinoceronte, con ubérrima vegetación en las partes más próximas al río y un enorme prado interior que me recordó el de un jardín inglés rodeado de bosques: una pura maravilla, una infinita alfombra de césped natural, con algunos grandes árboles y abundantes cañaverales que le dan un toque mediterráneo. Escuchando en soledad los imparables trinos mozartianos de los pájaros y la muda corriente del río, creí de veras estar en otro mundo. No me habría sorprendido encontrarme con Diana cazadora, en mármol o en carne y hueso. Este jardín espontáneo es una mina turística que el alcalde de Jafre podría explotar para gozo de locales y visitantes. Podría recuperarse un curso antiguo del río, por ejemplo, para que el istmo volviera a ser una isla. Y podrían organizarse allí unos cuantos negocios deportivos y de ocio. El pueblo mantendría su belleza, se ganaría buena pasta y se evitaría un desaguisado. Más no se puede pedir.

Pere Duran
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