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Ruido

LUIS GARCÍA MONTERO

Granada es la ciudad más ruidosa de Andalucía, una de las más confusas e inarticuladas de España, así que el Día Internacional contra el Ruido fue también una jornada de lucha contra las calles, los aires, las ventanas y los dormitorios de Granada. Guardar un minuto de silencio contra el ruido significa un intento de reconciliación con la sonoridad de las ciudades.

El griterío punzante de la actualidad no sólo acaba por enloquecernos, sino que mata también la melodía de los lugares, la complicidad auditiva que cada rincón del mundo establece con sus habitantes. Juan Ramón Jiménez hacía turismo sonoro, provocaba largos momentos de quietud y silencio para escuchar la confidencia de cada ciudad, la conservación de los jardines y las plazas. Federico García Lorca se sentaba en los cubos de la Alhambra a dialogar con los atardeceres del Albaicín, lanzando al viento su red de cazar murmullos, la brújula de rumores que le permitía navegar por las preguntas y las respuestas de los tejados, los ríos, las fuentes y los árboles. Nuestra memoria está hecha también de sonidos, de atmósferas abiertas en el horizonte, de músicas precisas que nos hacen regresar a un tiempo, por ejemplo, a una noche de bailes lejanos o a un despertar infantil, en el que los ecos de la realidad y las campanas del tranvía llegan a confundirse con el amanecer perdido de una ciudad provinciana. Los tranvías y los despertares de provincias estaban fabricados hace años con maderas amarillas. Del mismo modo que cuando dejamos de fumar nos sorprenden en la boca antiguos sabores olvidados, los momentos de silencio pueden devolvernos el placer sumergido de la sonoridad.

Pero lo peor es que los ruidos y las estridencias suelen colarse en el interior de los cerebros. Después de años de soportar el fragor de las calles y las televisiones, hay gente que piensa a gritos y que vive en el puro grito de su espejo empañado. Los certeros vericuetos de la germanía llamaban "ruido" al chulo, al matón que se dedicaba a comerciar con putas. Nos estamos acostumbrando a utilizar las palabras con el desprecio que sienten los chulos por sus putas, y así brotan luego las ideas, en medio de griteríos y tragicomedias, sin ninguna elegancia de matiz, sin ningún sentido del ridículo, sin dignidad. Hay gente que escribe y que piensa en un puro grito, con el humor agriado de los malos payasos, con el trazo grueso de las atracciones chillonas en las malas barracas de feria. Y es que estas ciudades de gritos y ruidos se cuelan en las cabezas y convierten la soledad en una caja de tambor, en el redoble histérico de las insatisfacciones y los fracasos. Por eso conviene siempre guardar un minuto de silencio contra los ruidos y perseguir los viejos placeres de la sonoridad. Las buenas ideas no estallan como el alarido de una moto sin tubo de escape, porque pertenecen al ámbito cómplice de los rumores domésticos. En la calmada soledad, mientras uno se hace el dormido, es un placer escuchar la queja suave del ascensor, el escalofrío de la cerradura, los zapatos de tacón en el pasillo, la sonrisa metálica de la cremallera y el murmullo seductor de la ropa al caer en el suelo.

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