El palacio de las cabras
Soltaron seis cabras tullidas y modorras. A quién se le ocurre.A quién se le pudo ocurrir soltar seis cabras tullidas y modorras para la inauguración de una plaza de toros, que pomposamente llaman palacio.
Acudió la afición, junto a ella la gente principal de nota y alcurnia, y se encontraron con un edificio grande, moderno y bien plantado, que en varios de sus bajos alberga tiendas y grandes superficies, anunciadas mediante enormes rótulos. Visto así, el palacio daba la sensación de centro comercial (y sin duda lo es).
Sin embargo posee asimismo dos amplias puertas principales, la llamada norte y la llamada sur, ésta precedida de solemnes escalinatas y, a la manera del Congreso de los Diputados, flanqueada no por dos leones sino por sendos toros broncíneos sobre altos pedestales, que lucen buida cornamenta e irreprochable trapío.
Domecq / Romero, Manzanares, Ponce Toros de Juan Pedro Domecq, impresentables; sin trapío e inválidos
A la mayoría se les simuló la suerte de varas. Curro Romero: tres pinchazos corriendo hacia afuera y tres descabellos (silencio); estocada en franca huida tirando la muleta (oreja con algunas protestas). José Mari Manzanares: media estocada caída, ruedas de peones y dos descabellos (silencio); cuatro pinchazos bajos y dos descabellos (silencio). Enrique Ponce: estocada tendida trasera caída (oreja protestada); dos pinchazos y bajonazo (oreja con insignificante petición, muy protestada); salió a hombros. Palacio de Vista Alegre, 12 de abril. Inauguración de la plaza y 1ª corrida de la Feria de Primavera. Lleno.
Nada que ver esos broncíneos toros del exterior con los de carne (flácida) y hueso (fofo) que soltaron dentro, ¡oh frustración!El Palacio de Vista Alegre, multiusos, empezaba a fallar en lo esencial y a convertirse en palacio de las cabras, válgame dios. A quién se le ocurre...
Porque no puede inaugurarse el palacio y dar acceso a un pueblo expectante e ilusionado, sin discriminación de clases ni de ideologías, con el propósito -se supone- de convertirlo en cliente, y llegado el momento de la verdad, ofrecerle la cabrada impúdica aquella, que partía sin resuello del toril y acababa moribunda.
De manera que el pueblo -alto y llano-, principalmente la afición conspicua, regresó de la experiencia corrido y amostazado. Para semejante aventura da lo mismo mísero corral que palacio altivo. Un sucedáneo de corrida de toros no es de recibo en Madrid por mucho que intentaran disfrazarlo el triunfalismo de un público que había acudido invitado y el funcionario titular del palco presidencial, llamado Luis Torrente, que no formaba parte del montaje pero le venía al pelo.
Y ya que la función se había planteado así, salió Curro Romero y se entretuvo en cortar una oreja. Enrique Ponce cortó dos mas estas fueron harto discutidas y ruidosamente protestadas. Una de ellas la pidió el público, puede que por mayoría, en cuyo caso se ajustaba a lo reglamentado. La segunda no la pidió apenas nadie, los mulilleros se demoraron dando tiempo a que el presidente se lo pensara dos veces (o tres) y, en efecto, acabó concediéndola, lo cual satisfacía al matador (que es accionista del palacio) y le regalaba la salida a hombros por la puerta grande. Que es de lo que se trataba, seguramente.
Sin orejas quedó Manzanares. Tampoco dio motivos para obtenerlas. A salvo unas verónicas aseadas y unas chicuelinas de su especialidad en las que recorta la embestida ciñendo el capote por la pierna abajo (las clásicas son más escuetas y bonitas), su tarea transcurrió inconexa e insegura. Manzanares no debía de estar dispuesto a exponer un alamar, ni con las cabras.
Enrique Ponce, por el contrario, se mostró afanoso en su incontinencia pegapasista. Desarrolló faenas larguísimas, de aleatoria templanza, faltas de hondura y de ligazón. La primera iba de capa caída hasta que, al engendrar un pase de pecho, el toro le volteó aparatosamente, y pues volvió a la cara del esmirriado animal, el público agradeció su pundonor. Al quinto lo faenó en la modalidad del unipase, fuera cacho, abuso del pico, distante y acelerado, sin que le viera fin al trasteo. Mató mal y se llevó la oreja de regalo.
Antes había comparecido Curro esbozando algunas pinceladas. Mientras a su primer inválido no lo quiso ni ver, al cuarto le meció verónicas de alta escuela, lo trasteó con torerísimos ayudados y pases de la firma ganándole terreno hasta los medios, y aún apuntó unos redondos de bella factura. Pocos, pues practicando los cites encorvado y largando pico, llegaban horrendos enganchones. Y además, el toro, aquejado de borreguez, devino modorro y no había más que rascar. Mató Curro en franca huida, corriendo despavorido en tanto tiraba la muleta, y como el mandoble que perpetró se hundió en el hoyo de las agujas, una ensoñación colectiva lo convirtió en volapié neto y le regalaron la oreja.
Datos para la historia: la primera oreja del nuevo Palacio de Vista Alegre la cortó Enrique Ponce, quien protagonizó, asimismo, la primera salida a hombros por la puerta grande. También Enrique Ponce sufrió el primer revolcón y fue el primer coletudo asistido en la enfermería, donde le apreciaron un varetazo que no le impedía continuar la lidia.
El primer toro que saltó a la arena era un inválido sin trapío, similar a las otras cinco cabras de Juan Pedro Domecq que dieron la pauta del palacio y dejaron su marchamo para futuros acontecimientos. Tenía pelo jabonero, estaba marcado con el número 512, pesó 518 kilos según la tablilla y lo lidió Curro Romero. Lo de lidiar es un decir.
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