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Oposición

Gobernar con oposición parece de obligado cumplimiento en nuestras diferentes modalidades de parlamentarismo. Y gobernar sin ella, es decir, con una oposición débil, fragmentada o, simplemente, más preocupada de sí misma que de controlar al Ejecutivo, es la tentación confesada o no de las mayorías que hemos tenido en los diferentes ámbitos políticos. Lo hizo el PSOE cuando al mismo tiempo que le daba tratamiento de jefe de la oposición a Fraga, ayudaba a Suárez de cuantas maneras tuvo a su alcance para mantener el centro-derecha en estado de fronda y, a juzgar por lo difundida que está la creencia de que IU habría servido de coartada al PP en la pinza famosa -que a mi modesto entender nunca fue-, lo habría estado haciendo el PP incluso hasta hoy.La tentación, decía, está siempre presente, y se traduce en muestras de estudiada perplejidad ante la hipotética dificultad en identificar al interlocutor válido de la oposición, o en la incomodidad que produce no poder llevar el consenso al conflicto. En el fondo, se prefiere la anomalía a la realidad de una oposición fuerte, unida o diversificada, en sintonía con alternativas creíbles para la ciudadanía. Pero el recurso al cinismo técnicamente puro es tan habitual y tópico que el lugar común se acepta como parte del juego dialéctico sin mayores consecuencias.

Lamentablemente eso no es así, porque cuando la oposición es débil, está dividida y, sobre todo, se aleja del espacio discursivo que permite identificarle como alternativa, la respuesta a la política del gobierno, a las leyes que saca adelante con su holgada mayoría y a las decisiones que dan cumplimiento a los compromisos electorales se desplaza del ámbito parlamentario a la controversia abierta entre actores sociales, mediáticos o corporativos, civiles o institucionales con el gobierno volviéndose más agria y peligrosamente reduccionista (cuando Thatcher resistió durante muchos meses la huelga de estibadores en Gran Bretaña, el laborismo ni siquiera estaba en condiciones de mediar, y la derrota de aquellos supuso el alejamiento durante casi dos décadas de este del gobierno).

En la política valenciana parece haberse desatado de un tiempo a esta parte el núcleo duro de las contradicciones anotadas: no es sólo que la izquierda en su conjunto ejerce con notables deficiencias su papel opositor en las instituciones, es que hay, además, una parte de la oposición que permanece fuera del ámbito parlamentario autonómico y estatal (los nacionalistas y los regionalistas), y un elevadísimo número de votos sin representación. Y ello está llevando a la confrontación directa del Gobierno con actores sociales y corporativos en un terreno donde no interviene el colchón del reglamento parlamentario o las reglas de juego que operan en el seno de las instituciones fruto de la representación popular.

Pleitear con uñas y dientes con la Universidad, con plataformas ecologistas, con colectivos de afectados por medidas políticas, urbanísticas o profesionales, abrir frentes de rechazo entre los usuarios leales del valenciano, o presentarse ante el desmesurado protagonismo de intereses corporativos, incluso mediáticos, con la queja pusilánime de creerse perseguidos porque la oposición se desborda y desparrama de los vasos tradicionales hacia la calle y la prensa traduce la impotencia con que el Gobierno valenciano contempla y asume la peor/mejor de las situaciones.

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