La caridad
La causa debió ser un atracón de gambas. No eran gambas españolas reconocibles, pues el tamaño las instalaba en la magnitud de los langostinos, frisando la contextura de la cigala. Quizá vinieron de la Bretaña francesa, aunque lo determinante no fue el crustáceo -en perfectas condiciones sanitarias-, sino la temeridad por el número de unidades ingeridas, con el liberal apoyo de un ligero vino de aguja, bien fresco. Acompañaba la tibieza recién estrenada de un sol primaveral y la compañía de una amable anfitriona, en tierra próxima al litoral mediterráneo.El avión de regreso despegaba a media tarde, tiempo de conciliar una breve siesta. Ya camino del cercano aeropuerto empezó a manifestarse el malestar, un descaecimiento difuso, pasión de ánimo, ansias por vivir. No anudé relación con el reciente hartazgo, ni posibilidad decente de aplazar el viaje, de escasa duración; el trámite de la digestión de las gambas parecía haberse desenvuelto con total normalidad.
Un aparato pequeño, descendiente de los robustos Fokker, con asientos libres. Alzó el vuelo con aceptable demora y me instalé en la asignada plaza de la tercera fila. Antes de alcanzar la cota de crucero, mis esperanzas de sobrevivir disminuían, solapadas por una angustia creciente. La azafata a quien correspondía emprendió la tarea de informar al distraído pasaje acerca del uso de los chalecos salvavidas y la ubicación de las salidas de emergencia, empeño que parecía un sarcasmo gratuito, dada la inevitable dirección hacia el interior y la sequía que hemos padecido. Hubiera parecido desatención no mirar hacia la expresiva aeromoza, aun con la sensación de hacerlo con ojos agoniosos y faz desencajada. Un sordo vértigo se había instalado entre mis sienes, conectado con la deprimente congoja del estómago.
La joven debió sospechar algo extraño en la compostura de aquel hombre senecto que tenía delante y levantaba el gesto hacia las hileras de atrás, evitando fijarse en mí. Yo no controlaba la expresión, supongo de doloroso y desamparado abatimiento, aunque ahora recapacito que debió ser otra la interpretación.
Al pasar el carrito de las vituallas apenas alcancé a suplicar, con un hilo de voz, la merced de un vaso de agua, que apenas probé. En la hora escasa de viaje percibía un empeoramiento progresivo de las constantes vitales, como se dice en los partes desesperados. Sin fuerzas siquiera para disimularlo, esperé la evacuación del pasaje, y a duras penas me arrastré hasta la cancela, donde una de las sonrientes azafatas me deseó buenas tardes con algo de impaciencia por el retraso. Ignoró el desvalido despojo que descendía por la escalerilla, como si hiciera un trayecto al revés desde el patíbulo.
El avión estaciona cerca de la terminal, así es que el trecho se hace a pie. Sentía más frío en las entrañas que en el ambiente destemplado por el vespertino biruji que viene del Guadarrama. Encogido, morboso, acarreaba el cuerpo rozando la pared, cuando llegué a ella. Sentí, en la súbita soledad, el taconeo de dos mujeres, que pronto alcanzaron mi altura y la sobrepasaron, charlando animadamente de sus cosas: las azafatas, concluida su jornada. La maleta era la única que aún circulaba sobre la cinta. Procuré un carrito donde la deposité, ante la suspicaz mirada de un corpulento funcionario que esperaba el relevo. Con las que creí últimas energías, salí para tomar un taxi, que es lo que más abunda en Barajas en horario normal.
El conductor era un joven con más aire de intelectual -sería por las gafas de concha- que de laborante, a quien, débilmente, pedí que enchufara la calefacción, si la había. La puso y me llevó con diligente pericia a través del espeso tráfico. Mitigó el calor a mi nueva demanda, bajó la maleta hasta la acera, y cuando ya le había abonado la carrera, con una decorosa propina por su atención y competencia, se ofreció a acompañarme hasta el elevado piso donde habito, acarreando la valija.
O sea, que hay de todo. En ese momento le hubiera declarado heredero universal, si tuviese algo que legar. Un día de dieta absoluta prolonga la validez del ticket en este último trozo de camino. No me hablen de gambas, por ahora.
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