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Iglesia y economías de escala

PEDRO UGARTE

Las recientes peticiones de perdón formuladas por el Papa ante la larga hilera de atrocidades cometidas por la Iglesia están generando su particular efecto mariposa. En la Iglesia española, en concreto, el efecto es de resistencia: recientemente el cardenal Rouco, presidente de la Conferencia Episcopal, ha declarado que no sería "justo ni oportuno" reconocer que la Iglesia apoyó a Franco. Al mismo tiempo, confiesa su propósito de unificar y agilizar los procesos de canonización de los numerosos católicos que, según sus palabras, "dieron su vida por Cristo en los trágicos acontecimientos de la guerra civil".

Reconocer o no que la Iglesia apoyó a Franco apenas sería hoy una fórmula de estilo, una toma de postura casi estética. La Conferencia Episcopal (cuyo ámbito territorial, sorprendentemente, coincide con los límites de un Estado laico, sin que uno alcance a comprender el evangélico motivo de esa superposición) está en su derecho de vivir en el limbo de la historia, por más que al común de los mortales no se les escape la cruda realidad.

Más oportuna parece la segunda iniciativa del cardenal: unificar y agilizar los procesos de canonización. En efecto, también es parte de la historia que en la zona republicana asesinar monjas y curas se convirtió en un lúgubre deporte, que ejecutarían sin duda sujetos de baja catadura moral y profundo resentimiento. La historia es tan oscura que conviene recordarla, y el anticlericalismo de la presunta progresía de este país firma una de las páginas más tristes de su pasado ya bicentenario.

Vivimos en los tiempos de la eficacia, la competitividad y la optimización de los recursos. Habida cuenta de la cantidad de mártires que propiciaron los rojos a lo largo de tres años, la Conferencia Episcopal obra en consecuencia. Unificar y agilizar los procesos de canonización se revela como una espléndida medida. Ello permitirá a la Iglesia adoptar determinadas economías de escala, conseguir niveles de masa crítica y generar sinergias. Así podrán aplicarse, en los trabajosos trámites impuestos por la normativa canónica, criterios estrictamente empresariales a la faraónica labor de reconocer, en toda su amplitud, el multitudinario martirio.

A la vista de estos nuevos criterios, los procesos de canonización que se hallen en marcha o que arranquen a partir de este momento necesitarán no sólo actores procedimentales y torvos abogados del diablo, sino también competentes economistas. Habrá que habilitar novedosos procesos de gestión y criterios de calidad total para llevar adelante este proceso con la suficiente diligencia. Uno imagina bases de datos, ordenadores de última generación y cálculos estadísticos. En ese sentido, la aplicación de economías de escala resulta casi profética.

Claro que establecer principios económicos a la gestión eclesial tiene ciertos inconvenientes: si del lado nacional cayeron decenas de miles de católicos confesos y miles de monjas y de curas, en el lado republicano la cosa parece más complicada. Al margen de la multitud de casuales atrocidades que genera cualquier guerra, también hubo en zona roja muchos católicos que cayeron bajo las balas de los cruzados (o bajo las de mercenarios islamitas, o bajo las bombas de luteranos pilotos alemanes, vaya uno a saber), pero ciertamente su número fue mucho menor. Muy probablemente, las economías de escala que Rouco propugna para los mártires de la otra parte no se podrían aplicar en zona roja. Al fin y al cabo, los nacionales sólo fusilaron, por ejemplo, a un puñado de curas vascos. Y así ni economías de escala ni nada.

Tenemos suerte de vivir en medio de un gozoso espíritu evangélico que detecta, a las primeras de cambio, los excesos partidistas, las visiones excluyentes y denuncia a los obispos que no atienden con igual celo a todas sus ovejas. Por eso Setién se resignó a su particular auto de fe. Rouco, en cambio, no padece las invectivas de los luminosos columnistas del bando nacional. Que Dios se lo pague, así como a muchos periodistas se lo pagan las empresas editoras.

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